Cortázar y Zihuatanejo

Sthepane y Julio, en Zihuatanejo. Foto: Tomada del blog Julio y Carol

Paul Medrano

Julio Cortázar, uno de los escritores más admirados de la lengua española, murió en febrero de 1984 en París, Francia. Cuatro años antes, en el verano de 1980, ya consagrado como uno de los autores más influyentes del mundo, disfrutó de una estancia de 53 días en los bungalows Las Urracas, en playa La Ropa, de Zihuatanejo.

El autor de Rayuela eligió este destino porque le permitía mantenerse alejado de periodistas e intelectuales de la época. Venía de una apretada agenda de presentaciones, lecturas y foros. Buscaba serenidad. Posiblemente la encontró.

En ese tiempo, la tranquilidad de La Ropa le permite dedicarse a leer y escribir, pero también a disfrutar de unas auténticas vacaciones y de gin tonics. Un par de veces a la semana, viajará en taxi a Zihuatanejo para comprar provisiones. Aunque no habla de la ciudad (en ese tiempo, muy pequeña), podemos decir con certeza que Cortázar acudió a lo que ahora se le conoce como el Museo Arqueológico de la Costa Grande, puesto que en la época en que visitó Zihuatanejo, en ese edificio se encontraba la oficina de Correos, desde donde envió postales y cartas.

Existe una copiosa correspondencia del escritor, donde se preservan sus impresiones sobre una playa que, en aquellos años, aún tenía un toque de exuberancia y aventura.

En Cartas 1977-1984 (Alfaguara, 2012), edición a cargo de Aurora Bernárdez y Carles Álvarez Garriga, reproducen una misiva dirigida a su hermana Ofelia, fechada el 13 de julio de 1980, expone: “Estamos en una playa bastante solitaria, pasando nuestras vacaciones con el hijito (Sthepane) de Carol (su esposa). El lugar es bellísimo y el mar azul y caliente, de modo que es perfecto para descansar y tostarse; falta nos hacía después de tantos viajes y tanto trabajo en París”.

En la carta enviada a Luis Tomasello, fechada el 20 de julio de 1980, en la que cuenta: “Lo estamos pasando muy bien en esta playa del Pacífico, es una zona muy bella de México, y rodeados de una gran tranquilidad. (…) La playa es una maravilla y disponemos de todo el espacio necesario ya que los únicos que van a ella son los habitantes de los otros siete bungalows (…) Hay una excelente heladera, aire acondicionado y cocina a gas, de modo que siempre cocinamos algo para nosotros; si prefiero ir a comer fuera, sobre la misma playa hay cuatro o cinco restaurantes donde se pueden comer almejas y ostras muy ricas, aparte de los tacos, tortillas y otras bellezas mexicanas. Hay una cantidad enorme de cocos por el suelo, pues estamos rodeados de palmeras; yo los pongo a enfriar en la heladera, les echo ginebra o ron para mezclar con el agua del coco, y eso da una bebida deliciosa”.

A su madre María Herminia Descotte, también le escribió durante su estancia: “Me imagino que allá tiene el frío de julio y agosto; aquí en cambio es el trópico, y yo llevó más de veinte días usando solamente un short como única vestimenta. Nos bañamos dos o tres veces al día y estamos más negros que Mandinga. (…) A veces hay tormentas tropicales espectaculares y luego vuele un sol maravilloso, el mar se serena y podemos volver a nadar y tirarnos en la arena”.

En otra de sus misivas, recuerda: “En México, la pasamos muy bien, un mes y medio en una playa de Zihuatanejo que es un paraíso de tranquilidad, viviendo en un bungalow a orillas del Pacífico”.

Poco antes de partir, manda otra carta a su amigo el escritor Osvaldo Soriano: “Hablando de gatos, aquí fuimos inmediatamente adoptados por dos, madre e hijo, de modo que no nos faltó compañía; en cambio en materia humana fue perfecto, porque todo el mundo ignoró nuestra presencia aquí”.

En el libro Cartas a los Jonquières (Alfaguara, 2010) da cuenta de porqué la presencia de Cortázar haya pasado desapercibido para la sociedad mexicana de su época. Se trata de una postal del atardecer de Zihuatanejo aún deshabitado, Cortázar la envió a dos de sus amigos con el siguiente mensaje: “Esta foto les dará idea de nuestras soledades en el litoral pacífico de México”.

A finales de ese año, en otra carta a su madre, Cortázar reafirma su admiración al puerto: “Te mando una foto del bungalow donde pasamos las vacaciones de Zihuatanejo, sobre la playa. Está tomada de espaldas al mar, y solamente se ve el bungalow, pero te dará una idea de la cantidad del flores y lo bonito del lugar. Verás también una hamaca en la que muchas veces dormimos grandes siestas”.

Actualmente, en los bungalows Las Urracas, de playa La Ropa, hay una placa de cerámica en la que se lee: “También aquí Julio Cortázar sembró letras y afecto”.

Producto de esa temporada playa y lectura, escribe una suerte de diario llamado Cuaderno de Zihuatanejo, El libro los sueños. Se trata de un texto personalísimo donde Cortázar habla de “los sueños de esta temporada”, de su cercanía con la playa y está ilustrado con motivos de la lotería mexicana. Es una lectura con marcadas escenas oníricas y trae a colación las influencias que acompañaban al ilustre cronopio.

Fue publicado por la editorial Alfaguara en 1997 en una edición que no se puso a la venta. Tristemente, es un libro muy difícil de conseguir o cuando menos consultar. Los motivos o impulsos que llevaron al Cronopio a dedicarle un libro, nos hacen suponer de una estancia maravillosa, de una experiencia sensacional. Zihuatanejo se vuelve tan inolvidable, que le dedica un libro, un juego imaginario que, a la postre, se vuelve una leyenda.

Es una lástima que muy poca gente haya podido leerlo. Pero es más injusto aún que ni los guerrerenses, ni los habitantes de Zihuatanejo estén enterados de esta excepcional simbiosis. Una reedición, un monumento o porqué no, renombrar al municipio en honor al escritor, saldarían la deuda que Zihuatanejo tiene con Julio Cortázar.