
Alejandro Puga
Durante una recepción en mi casa para agradecerle su visita a la universidad DePauw en Indiana, la gran autora testimonial Alicia Partnoy me contó de su amistad con María Luisa Puga. Frente al típico grill de gas que se encuentra en el Medio Oeste de los Estados Unidos—preparaba yo unos tacos no muy desdeñables para los asistentes de la recepción—Alicia me comentó que la obra de María Luisa incluía varios cuentos infantiles, a lo que le respondí que ya lo sabía, pues yo era el Alejandro de El tornado. Produje mi edición deshecha del cuento y Alicia se puso a leerlo en voz alta frente a estudiantes y colegas cautivados, interrumpiendo de vez en cuando su lectura con un tierno pero marcado “para dónde vas con esto, María Luisa?” Yo mismo he tenido esa experiencia ya que, a pesar de su reconocido coloquialismo, resulta difícil asumir la voz narrativa de María Luisa, por lo que le debemos agradecer su versión grabada de Diario del dolor.
El tornado fue concebido durante una visita de María Luisa a otro sitio del Medio Oeste, la casa de mi infancia en Minnesota, y en él se relata una supuesta aventura que tengo con mis hermanos, Francisco y Luis. En el cuento, unos vientos poderosos arrastran nuestra casa, la cual, descubrimos en el cuento, se puede navegar y, después de coordinarnos bien, la hacemos aterrizar mediante la manipulación de sus ventanas. La acción narrativa no se ubica en Minnesota, tierra endémica de los tornados, sino en la Ciudad de México, así postulando una crianza que no tuve, pero que en cierto sentido he ido recuperando mediante el estudio de la prosa urbana de México.
Antes de haber cultivado ese interés académico, y luego íntimo, El tornado era la única obra de María Luisa que había leído. A lo largo de los años conservé mal esa edición del cuento,
pero leer o hojearla siempre conjuraba la memoria de esa visita, uno de mis pocos intercambios en persona con la autora, mi tía Licha (apodo que aparentemente no le gustaba). Recuerdo tener frente a mí la que ostentaba el apellido Puga de esos libros que ocupaban un lugar de honor en los estantes de la casa de mis padres, libros que solían permanecer ahí sin ser leídos. Aunque bien la quiso, mi padre, cirujano de gran renombre y lector consumado, no entendía porqué escribía María Luisa en esa prosa dispersa y ensimismada. Yo no leía nada en español en ese entonces, y por ende sólo podía aceptar su evaluación, aunque, desde entonces, en muchos debates imaginarios he intentado explicarle el valor de Pánico o peligro como Bildungsroman, puesto que El Periquillo sarniento para él representa un ápice de la narrativa mexicana. De todas formas, siempre ha sido más notable para mí el cuidado con que mi padre mantiene el lugar de honor de María Luisa en sus estantes, particularmente a la medida que llegaban más novelas para ocuparlo.
Cuando María Luisa estaba por visitarnos en Rochester, Minnesota, esa sección del estante contaba con Cuando el aire es azul, Las posibilidades del odio, Accidentes, y estaba por incluir Pánico o peligro. Llegó una noche húmeda del verano, en plena temporada de tornados. Me abrazó, y lo primero que noté fue que llevaba una variación de ese mismo suéter de las fotos de publicidad, un suéter de estambre grueso que le llegaba casi hasta las rodillas, que parecía más bien una armadura de malla, y que, acompañado por su consabido corte de tazón, recordaba al Príncipe Valiente, o mejor dicho una Juana de Arco del cine. Me costaba notar el parecido con mi padre, hasta que el humor cínico, herencia supuesta de mi abuelo, hizo que los dos coincidieran en la misma carcajada que acababa reduciendo sus facciones en una concentración de arrugas, como si se le pidiera a toda la cara los recursos para llevar a cabo lo que mi tía Mercedes denomina como “una rica risa”. No ha de sorprender, entonces, que más allá del evento epónimo, lo que inspira la historia de El tornado son las conversaciones, pleitos y humor compartido entre los tres hermanos, y por supuesto el Tunero, nuestro perro, que sí existió, y que viene tan precisamente representado como los demás.
No sería hasta muchos años después que volví a verla; yo ahora a los 18 años, ahora en la Ciudad de México, haciéndome de Jack Kerouac mas sin la obligación de escribir. El mismo abrazo cálido, el mismo suéter de mallas, el mismo corte tipo Príncipe Valiente/ Juana de Arco, pero esta vez era yo el que estaba frente a una otredad evocadora en la Plaza Hidalgo de Coyoacán. Me presenté en un café El Parnaso que ya no existe, deseando, como he dicho, una vida literaria sin tener que escribir. María Luisa de todas formas me invitó a un café, para someterme en el ambiente de otros escritores que no escriben. Y allí estuve, con la que sí escribía, constantemente, y quien me prometió pasar una tarde amena “hasta que nos cansemos uno del otro.” El recuerdo más concreto de ese día: le hice competencia a su tabaquismo compulsivo y creo que nos echamos unos tacos en La Fe.
Vi a María Luisa en pocas otras ocasiones. Más bien supe de ella mediante las actualizaciones de mi padre, a quien le impresionaba tanto como le frustraba que toda noticia escrita por ella viniera presentado en su voz novelística. Tal fue el caso en sus últimos años, cuando al recibir emails sobre los pronósticos y recomendaciones de los médicos con respecto a su artritis y otras aflicciones, le desesperaba esa prosa que tomaba en cuenta cada sensación de estar en el hospital y que reflexionaba abiertamente sobre todo detalle que circundaba los diagnósticos, lo que probablemente fue una versión incipiente de Diario del dolor. La frustración de mi padre por la retórica de María Luisa desvaneció cuando recibió la noticia de su muerte, por teléfono, ese día de navidad. Recuerdo haberle notado una expresión inusitada, como si hubiera recuperado las facciones de la adolescencia en que se tuvo que separar de sus dos hermanas.
Quisiera jactarme de haber sido desde siempre un lector cumplido e íntimo de la obra de María Luisa Puga, pero así no ha sido. Definitivamente lo soy más después de la colaboración con este grupo tan valioso de integrantes dedicados a su obra. La realidad es que llegué a conocer a María Luisa de la misma manera que Susana, protagonista de Pánico o peligro, se aproximó al mundo tras su diario: “uno se acuerda de gestos, de sensaciones, de objetos” (219) . Aunque mis anécdotas sobre ella acaban siendo más fragmentadas que los recuerdos de Susana, me demuestran que los temas que han profundizado tan admirablemente los colaboradores a esta edición—la ficcionalización de la memoria y del ser, la fuereñez imprescindible, la nación elusiva, el cuerpo como núcleo de la subjetividad—se dan a conocer tanto al recordar a María Luisa como en la lectura de su obra.
Con unos veinte años más y otros veinticinco kilos, ya no fumo, pero sí he aprendido que una vida literaria no se lleva a cabo sin escribir algo, y por fin he llegado a leer la mayoría de las obras que gozan una posición de honor en los estantes de mi padre. Confieso aquí que le he tomado prestada la edición de Pánico o peligro que antes ocupaba su sitio correspondiente, y que ha sufrido por mis acotaciones (en lápiz, lo juro), y que algunas páginas se han liberado de su encuadernación original. Mediante la presente prometo devolvérselo pronto, al igual que la edición de El tornado. Espero que esta compilación sirva la misma función del lugar honorífico en los estantes, tenerla presente a ella y su obra, sólo pido que su presencia suscite más lectura. En fin, prefiero que se deshagan estas hojas a verlas conservadas sin leer.
*Prólogo a María Luisa Puga y el espacio de la
reconstrucción (Universidad Autónoma Metropolitana, 2018)
