
Cuando se ríe los ojos se le hacen orientales. Quizá de ahí venga ese deseo de ser para su padre un hijo bonsái, hecho con ladrillos. Alcanza a ser de papel, de vidrio y se rompe con sus propios bordes. Su poesía habla de vulnerabilidad, de ver al padre derrotado por la edad y la enfermedad. El padre desnudo, entregado al cuidado del otro, bonsái mayor, el padre.
Muestra de obra
Recuerdo la primera vez
que mi padre se orinó en la cama:
un aroma de hierbas y vinagre
se agazapaba en el cuarto.
No quería que lo bañara. No podía.
No había forma.
¿Cómo dejarse desnudar por su hijo maricón?
Su hijo
que deseaba los cuerpos de los muchachos
en las canchas de futbol y las piscinas,
que sentía placer adivinando la apretada hinchazón
de las braguetas.
¿Cómo dejarlo acercarse a él sin sentir todos los cuerpos
de los hombres tocados con lujuria,
todas sus manos?
¿Cómo taparle los ojos al acoso y al temor?
Lo dejé solo,
sentado en la tina del baño.
Cuando regresé me sorprendió verlo sin ropa:
se había desnudado.
La piel formaba pliegues como en una cortina,
como si ese traje,
el traje de huesos que era mi padre,
le quedara enorme.
Sólo sus costillas apretaban
la piel desde adentro, sólo sus clavículas
parecían romper su viejo cascarón.
Su pubis decolorado
y triste.
Ahí estaba el tallo oscuro de su glande,
un molusco
brotando de su pelvis.
Su cuerpo, el cuerpo de mi padre,
era el de un hombre que se estaba muriendo.

Llegar con el labio partido
puede significar que tus compañeros
te hagan su presa con los ojos.
Puede significar también que tu padre
ha descubierto lo que dicen de ti en la escuela
y te ha dado una paliza
para que aprendas a defenderte.
Pero ¿cómo se defiende uno de las palabras?
¿Dónde se aprende a darles la vuelta,
a desoírlas
para que no te despierten en la noche
ladrando los mismos insultos?
¿Dónde se esconde uno de ellas?
Si te descubren hasta en las paredes de los baños,
en las butacas del salón,
saben pegar tu nombre a un dibujo de penes,
a un dibujo de culos penetrados.
Si te persiguen
como un enjambre de abejas alborotadas,
correteándote por todo el camino
y se meten hasta tu cuarto
y se oyen por encima de la televisión,
por encima de la voz de mamá
preguntando cómo te fue en colegio,
y zumban,
zumban,
zumban.
Uno termina por creerles,
por voltear a ver cuando alguien grita: ¡joto!
en la calle.
Cuando ya es inútil disimular
ante la mirada incrédula de tu padre
porque lo ha visto todo.

El día que mi padre dejó de caminar
gritó mi nombre.
Solté lo que traía en las manos,
me acerqué corriendo.
Mi padre yacía con el cuerpo tendido,
incapaz de levantarse, secuestrado por el suelo.
Lo levanté,
me sorprendió lo ligero que era,
no me había percatado hasta entonces
cuánto había adelgazado.
Lo llevé hasta su cama en brazos.
Era tan pequeño, mi padre,
así, cerca de mi pecho,
tan frágil.
Fue como si hubiéramos volteado al tiempo
intercambiando papeles,
como cuando en los espejos
la mano izquierda se vuelve derecha.
Cuando lo dejé en la cama se sacudió un poco
y se enfrió mi sangre de golpe.
Yo pensaba que era una convulsión,
pero sólo estaba llorando.
Mi padre estaba llorando.
Creo que nunca antes lo había visto
llorar.

Desearía regalarle a mi padre
un hijo que no esté roto.
Un hijo
sin defectos de fábrica,
con piezas de repuesto para sus enojos,
hábil con los balones o las distancias.
Un hijo que pueda presentarles
una muchacha hermosa en la cena,
sin esta cruz de soledades en la espalda.
Un hijo pared
en el que pueda apoyarse sin miedo.
Un hijo bonsái
que crezca bajo su sombra.
Un hijo gato que no pierda el camino a casa.
Un hijo con todos los ladrillos que planeaste, papá.
No este hijo de papel,
no este hijo de vidrio
que se corta con sus propios bordes.
De Epicedio al padre (Elefanta editorial, 2017)
