Norma Quevedo

Acapulco, 1979

Aunque lleva el apellido del bardo español, uno de los principales poetas del siglo de oro, ella se inclina por la narrativa, tienen sus cuentos un leve coqueteo al realismo mágico, con la escritura del boom, como algunos escritores de su generación.

Muestra de obra

Valiant 77 

Después de todo, pensamos que no sería mala idea salir un rato de la ciudad. No teníamos mucho dinero, pero nos íbamos a ahorrar el hospedaje si nos quedábamos con mis papás. Alma Rosa no era muy cercana a su familia, así que ese viaje le resultaba un tanto inquietante. De la escuela me fui a la estación de autobuses y ahí me encontré con ella. Lo que se quedaba se quedaba y más me valía no mencionarlo, porque planeamos el viaje con mucho tiempo y con mucho cuidado. Cada quién hizo su maleta, yo compré los pasajes de ida y Alma Rosa preparó el presupuesto. Puso en varios sobres el dinero, rotulados cada uno con su partida, como si fuéramos con presupuesto del estado. A mí no se me daba mucho eso de la planeación presupuestal y como nunca había salido de viaje con Alma Rosa, no sabía tampoco si su método iba a funcionar, pero así le hicimos. 

Mi padre me había dicho que sólo comprara los boletos de ida por si queríamos regresarnos después o teníamos que adelantar el viaje, muy enfático en eso. A penas llegamos a Jalapa, supe cuál era su preocupación. Le había quitado el sueño, me confesó después mi mamá, que compráramos los boletos de regreso y que luego no pudiéramos recuperar el dinero, porque había decidido regalarme el Valiant Duster 77, seis cilindros, estándar, blanco que querido desde que la compró. Sólo lo manejé en compañía de alguno de mis padres, para llevarlos a algún encargo; aunque no probé qué tanto se podía correr con ese motor, las pocas veces que me senté al volante supe de lo que era capaz. Cuando estaba chavo me pusieron el pretexto de que era inmaduro para tener 140 caballos de fuerza bajo mis pies. Cuando crecí ya no tenían pretexto y simplemente me negaron las llaves. Después me fui de Jalapa y la distancia enfrió las cosas. Mi padre ya ni manejaba tanto y con su jubilación se había comprado un Tsurito automático más cómodo. Yo creo que pensaron que ya a mi edad las ganas de ser Fitipaldi se habían esfumado. Además, estaba Alma Rosa. Un hijo con una mujer sensata a su lado está más cerca de ser hombre. La de chicas que hubiera subido al Valiant si me hubieran soltado de jovencito, tal vez hasta se me hubieran quitado lo tímido. A esas alturas creo que ya no tenía sentido. 

Amaba a Alma Rosa porque pese a mí, me quería. Si no fuese por ella jamás me hubiera involucrado. Siempre pensé que ella preparó cada encuentro que tuvimos hasta que nos besamos, los tipos comunes nunca tienen tantos golpes de suerte. Ella me habló primero siempre, salvo la primera vez en una inauguración en la galería de Pasteur. 

—¿Sabes si hay una tienda cerca donde pueda comprar cigarros? — Valiente acercamiento. Ella sonrió. Juro que pensé que su sonrisa significaba “Uta mijo ya te quedaste sin cigarros toda la noche”. Asumo que mi reacción inmediata fue una cara de pánico, porque entonces ya no sonrió y soltó una carcajada. Entonces no entendí y me angustié más y de la opresión empecé a reír con ella. Los de seguridad se acercaron a nosotros y muy amables nos condujeron a la salida y nos invitaron a terminar afuera con nuestro ataque de risa.  

Me acompañó a la tienda por mis cigarros, fue una caminata larga. Me confesó que cuando me vio entrar a la galería pensó que tenía cara de fumador y me puso en la lista de personas a las que un poco más tarde abordaría en busca de un tabaco. Pero que inmediatamente me borró de la lista porque también pensó que me veía demasiado mamón. Platicamos  poco aquella vez; dijimos nuestros nombres y a qué nos dedicábamos. 

Después vinieron los encuentros “fortuitos”: en la cafetería de enfrente de mi trabajo, luego en una presentación de un libro a la que le dije que iba a ir cuando nos encontramos en la cafetería. En la presentación me presentó a un amigo con el que iba y éste nos invitó a su casa a tomar unas chelas. Y luego de unas chelas la besé. 

Cuando mis padres supieron que tenía novia y que quería vivir con ella casi lloraron de la emoción, como si hubiera sucedido un milagro. Sin embargo, no la conocieron hasta aquella vez que aceptamos la invitación para pasar unos días con ellos en Jalapa. Yo tampoco conocía a su familia y ella casi no tocaba ese tema. Lo único que sabía es que no tenía hermanos, que no le hablaba a su papá, es más ni siquiera sabía dónde vivía, y que su mamá vivía en otra ciudad y no la iba a ver nunca.  

Para mis papás fue todo un acontecimiento aquella visita. Nos prepararon la habitación que alguna vez compartí con otros dos de mis hermanos. Sacaron las literas y metieron una cama grande y la arreglaron muy cuca. Nadie hubiera imaginado que aquel cuarto de adolescentes pudiera verse tan bien; hasta yo mismo dudé que fueran las mismas cuatro paredes. Obviamente mi mamá se lució con la comida. A Alma Rosa de “mijita” no la bajaban, en un principio le incomodó que la consintieran tanto. Después se dejó querer, al punto que parecía ella la hija y yo el desgraciado con el que vivía la pequeña. 

Claro que con el carro tuvimos que reestructurar el presupuesto. En lugar de pasajes de autobús había que poner gasolina, casetas, cambiar el aceite. Allá comimos casi siempre en casa, no faltaba el hermano, primo o mitotero que cayera a cotorrear. Luego salían la guitarra, las cubas, y ya en la bohemia pues ya ni salíamos y por tanto ni gastamos casi. Como dos días antes de regresar, Alma Rosa se puso a hacer cuentas. Sumaba, restaba, volvía a sumar. Cuando al fin llegó al resultado que buscaba, me propuso que de regreso pasáramos una noche en Guanajuato. 

—Sí nos alcanza, además así descansas y no manejas tantas horas seguidas —me dijo. Y por qué no, acepté. 

Camino a Guanajuato en nuestro bólido, Alma Rosa me dijo lo bien que le había caído sentirse en familia. Por primera vez habló de nosotros como tal. 

La tarde que llegamos a Guanajuato llovió y no pudimos pasear mucho por los callejones. Primero pensé que eso había puesto de malas a Alama Rosa. Dimos algunas vueltas en el carro por la panorámica y cuando nos dio chance la lluvia bajamos del auto en algún mirador. Encontramos un hotel barato, modesto, pero muy limpio. Dejamos el coche en el hotel y salimos a buscar donde cenar cerca de la Alhóndiga. La lluvia había parado, pero ella seguía de malas. 

Mientras cenábamos osé preguntar qué le pasaba. Un hombre nunca entiende que hay preguntas que deben ser omitidas. En ese momento no me contestó y su actitud fue más hostil que antes. Como no insistí, resultó peor la cosa. Entonces me puse de malas porque no sabía qué hacer. Terminamos de cenar en silencio. Cada uno montado en su macho. Cuando estuvimos en el hotel, acostados en la cama dispuestos a dormir, habló. 

Su discurso fue muy escueto y tuve la impresión de que había estado ensayándolo. Habló de corrido para que no la interrumpiera ni hiciera preguntas que no podía contestar. Me contó que la última vez que fue a Guanajuato fue con sus padres, pocos meses después de que cumpliera quince. En ese entonces a su papá le había dado por ponerse pedo muy seguido. No manejaba borracho, hasta eso, pero en cuanto echaba ancla en un lugar se compraba su botellita y no paraba hasta que se la acababa. A veces se iba a las cantinas y ahí tomaba más. El presupuesto para la casa estaba cada vez más compometido, porque el señor guardaba para su chupe.  La familia lo intentó rehabilitar, pero lo único que consiguieron fue que se sintiera acorralado y chupara a escondidas. Por recomendación de algún pariente hicieron un viaje a Guanajuato. Pensaron que un cambio de aire le haría bien a todos. Pero el viaje resultó una pesadilla. Ahí detuvo su relato. Se acomodó la almohada y fingió dormir. Lloró en silencio toda la noche.  

Al día siguiente salimos a carretera después de almorzar. Comimos apenas en un changarro del mercado, el que tenía los precios más baratos. 

En cuanto entramos en la carretera, Alma Rosa empezó a contar obsesivamente el dinero que nos quedaba, hacía cuentas en una libretita y movía los dedos como si intentase exprimir de ellos monedas y billetes. Como a media hora de Irapuato, el carro empezó a cascabelear, primero esporádicamente, luego más seguido. Yo quise pararme desde que empezó la falla, pero Alma Rosa no me dejó, se puso muy nerviosa, me grito que sólo bajara la velocidad; después creo que se arrepintió y me suplicó lo más ecuánime que pudo, que no paráramos hasta Irapuato. Intenté hacerle caso. Para convencerme de que no me detuviera, me dijo que esa zona era muy peligrosa, que ahí atracaban y que no estábamos como para quedarnos sin dinero. 

Traté de hacerle caso a su consejo, a final de cuentas yo nunca había manejado por aquella carretera, pero el Valiant empezó a patear cada vez más hasta que el cascabeleo se instaló, y tuve que bajar la velocidad, finalmente me orillé. Acto reflejo Alma Rosa cerró la ventanilla y puso su seguro, se hizo bolita en el asiento y me miró con ojos de rencor mientras abría el cofre. Una de las bujías del distribuidor no estaba conectada, de momento me alivianó saber que no tendríamos que gastar en mecánico. Conecté la bujía y para cuando bajé el cofre Alma Rosa había desaparecido. La puerta del copiloto estaba abierta. No sabía a dónde se había ido o quién se la había llevado. Sentí miedo. 

Cerré el auto y comencé a buscarla en los alrededores y a hacerme a la idea de que se la habían llevado. Afortunadamente estaba equivocado y no caminé mucho para detectar la nube de polvo que levantaba. Corría como loca, literalmente, como si algo o alguien la persiguiera. Estaba fuera de sí. Cuando la alcancé, le tomó unos segundos reconocerme. Luego me abrazó y se echó a llorar. Dejé que se desahogara. Finalmente la convencí de regresar al auto. Le expliqué que se había desconectado una bujía y que no tendríamos que pasar a ningún taller. Nada más alejado de la realidad. En cuanto llegamos a donde estaba el carro, Alma Rosa notó que una de las llantas estaba a punto de tronar. 

Y resultó que la llanta de refacción no servía. Faltaban unos quince  minutos para llegar a Irapuato, quince minutos a velocidad normal, eternos a vuelta de rueda. Del incidente no hablamos, pero ya había sacado otra vez su libretita y hacía cuentas y cuentas. Llegamos a Irapuato y paramos justo frente a una vulcanizadora, que a esas horas en domingo ya había cerrado. Con el dinero que nos quedaba no podíamos pagar una noche en un hotel, ni en el más barato. A unos 50 metros de la vulcanizadora encontramos un estacionamiento, acordamos que meter ahí el carro era lo más conveniente. Luego tomamos el autobús de regreso a casa.  

A mí me debían una lana de unos trabajos que había hecho para gobierno, calculé que con eso podía regresar por el coche a Irapuato pagar los dos días de estacionamiento, arreglar la llanta y regresar.  Fui temprano a cobrar mi cheque y me topé con la respuesta que había estado oyendo el último mes: “…es que no ha salido el recurso, dese una vueltecita en una semana, o si quiere para que no venga hasta acá márquenos y le decimos si ya está su pago. Es probable que salgan unos cheques el jueves, pero no le prometo nada”. Regresé el jueves. La secre me puso cara de “lo siento, pero todavía no sale su pago”. No obstante, pedí ver a su jefe. Esperé una hora a que me atendiera. Tenía el escritorio lleno de papeles como todos los que se dedican a los asuntos de dinero.  Le expliqué que estaba en una situación difícil, por eso le pedía que me indicara quién era su superior para poder hablar con él y agilizara el trámite que llevaba ya más de un mes atorado. Según él no había superior arriba de él que pudiera ayudar. Entonces me puse serio y le dije tajante: 

—Entonces voy a regresar el lunes que es quincena, y como tú eres el responsable superior de que salga mi cheque, si para el lunes no hay recursos, entonces tú me pagas de tu sueldo—. Me di la vuelta y salí. 

Al lunes siguiente, milagrosamente salió mi cheque. Tomé el autobús a Irapuato y dejé mi cheque entre lo que tuve que pagar de gasolina, el estacionamiento y dos llantas nuevas.  

De regreso ya no estaban las cosas de Alma Rosa; en su lugar había una extensa carta. Su padre había gastado en bebida todo el dinero que llevaban en aquel viaje a Guanajuato. Poco antes de Irapuato se quedaron varados porque se les acabó la gasolina. Unos tipos se pararon en unas camionetas y ofrecieron ayudarlos por un rato con Alma Rosa. Cinco tipos la violaron por un bidón de gasolina. Quise abrazarla, pero ya no estaba. No supe que tenía que ver en esta historia, ¿por qué se había ido? ni a donde fue. 

El Valiant estuvo conmigo un par de años más, nunca me atreví a correrlo más allá de los 100 kilómetros por hora, ni tuve que cambiarle otra llanta.  

Tencha 

Si a mamá Tencha no le gustaba el pan, algo andaba mal. «El hedor que anuncia a la catástrofe, grande o chica, tal vez no llegue a las narices, pero sí a la harina y ahí se mezcla», decía. Pasó con un bolillo cuando el ‘68; con un cuernito cuando se rompió el pie Susana; con una concha de canasta cuando salió que la tía Estela estaba embarazada, a sus años, como no le iba a nacer el chamaco con un pulmón malo, pobre escuincle, ni un mes sobrevivió. «El pan podrá ponerse duro, pero con café se ablanda y todavía se puede comer, pero sólo se echa a perder por una descomposición en el universo”, decía.
Mamá Tencha nunca se casó, fue maestra de casi todo el pueblo por muchas generaciones, pero no se casó. Sólo se enamoró una vez y con esa tuvo. Se llamaba Octavio. Tenía una foto vieja de él con uniforme de cadete. Se iban a fugar una noche, pero mi abuela fue con el chisme y no la dejaron salir. No contaba lo que pasó después, sólo que el Octavio se casó con otra y que murió muy joven; que la gente del pueblo fue a presentarle sus condolencias a ella en lugar de a la viuda y que la noche que murió su amado, cenó con el pan más feo de su vida.  
Aquél 1988 no llovió. Ya estaba el otoño en puerta y de nublados no pasábamos. Mucho trueno y relámpago algunas noches de agosto, pero nada más. En los jardines casi no se notó, porque el pueblo era casi ciudad y las tuberías, mangueras y esas cosas mitigaban la sequía. Eso sí, la gente se abstuvo de regar la calle cuando había fiestas y en la casa no apareció la San Francisco, una enredadera de flores rosas muy pequeñas que yo creo que debía su nombre al milagro de su aparición. Desaparecía con el otoño y aunque no quedara rastro de ella, con la primera lluvia de primavera resurgía y tapizaba la pared del patio de atrás, donde decía mi papá que alguna vez hubo un corral. Ahí Susana y yo jugábamos a hacer comidas, caminos techados con flores para que pasara la realeza o simplemente azuzábamos a las abejas para luego echarnos a correr. Menudas chingas nos paraban si nos veían los grandes, corríamos como locas y mi padre tras nosotras armado con una chancla, igual que las abejas.  
Desde que empezó la primavera y todavía hasta el verano, mamá Tencha notó que el pan sabía raro. Algo muy malo venía, algo grande, porque el pan nunca le había disgustado tantos días seguidos.  
—Ay Tencha, no se te vaya a cumplir lo que dijiste de niña— le dijo la tía Toña una vez que platicaban en el corredor. 
—¿Y qué dije? 
—Nada más que no deje de llover, porque soy flor y me seco. 
—Pero en ese entonces no había mangueras. 
—Pues ahora no ha salido la San Francisco, con todo y manguera.  
Mamá Tencha era buena para tragar saliva y mandar a la chingada a todo el que hablara cosas que a ella no le parecían, fin de la discusión. Susana y yo jugamos con globos llenos de agua cerca de la enredadera y le aventamos unos cuantos globos a las viejas, por si acaso. La San Francisco nunca salió. 
Apenas llegó el otoño, el panadero cayó en cama, se le subió el azúcar. Mamá Tencha le achacó los panes malos a su enfermedad, causa y efecto en la misma mesa y san se acabó. El panadero se levantó de la cama, pero dejó de hacer pan. Mamá Tencha, apenas llegó el invierno, se comenzó a poner muy flaca y luego se le cerraron los ojos, como a una flor marchita. La enterramos por ahí de febrero a las orillas de un panteón viejo una tarde que llovió mucho.