Jesús Bartolo

Atoyac, 1970

Sin duda alguna es uno de los poetas más reconocidos en la entidad, tiene ojos de becerro dulce y ama el pan recién horneado. De niño espiaba a las señoras en el mercado de Atoyac, por eso escribe así. Es un privilegiado de la tierra.

Muestra de obra

Yo era un hombre que mascaba vidrio y no engordaba.
Mi digestión era tan hermosa como un caballo de cuadra pintado al óleo,
y volvía al arroz con carne de cerdo, frita,
como quien vuelve a un templo cada día.

Lo confieso, antes de despacharme una carpa al mojo de ajo,
un plato de judías con camarones ya reposaban en mi panza.

El queso de cincho oreado con frijoles de la olla
era mi letanía diaria por la noche.

Pan con café en la mañana, pan con café al mediodía,
pan con café antes de cenar,

Y entre guiso y gula me despachaba un mango, un coco de media carne,
un plátano maconcho, una nieve con telera, aquello era apetito;
hambre saciada en las raspaduras de las sartenes. Cuál indigestión,
cuál reflujo en el fermento de la noche, ciclópeo y elástico, era mi estómago.

Flexible y ditirambos mis pies en la carrera,
mis brazos, dos iguanas trepando árboles,
frescos y prolijos eran los movimientos de mi cuerpo;
en mi imaginación no había caracoles y las coles en las enchiladas
con queso cotija una referencia de la glotonería que me embargaba.

Yo comía carbones encendidos y salsa martajada con jocoque y no engordaba.
Langosta estragada ante el festín de lo verde, apenas mordía una hoja
ya saltaba a la otra con el cuchillo de la apetencia.

Yo fui, yo era, yo estuve robusto y correoso como una rama de guayabo,
mis antebrazos tenían circunferencia y tono,
la perfección de mis cuadriles, me llevaban al carajo
de ida y vuelta y sin cansancio,
de ellos era el asombro y el ¡ah! receloso de los mirantes.

Yo era hermoso como los caballos de cuadra pintados en un óleo.

De Manual para bajar de peso (2015)

—Chimpe— la codorniz de la cordura
voló espantada del nido de tu cabeza.
Se alejó rauda por el cerro de la Florida,
Allá, se perdió entre la luz y los matorrales.
El gallo era un ladrido
que gorgoreaba en el vapor de la tarde,
el calor de agosto era denso,
el animal de la lluvia
asomaba por el rumbo
del Rincón de las Parotas,

tus ojos tenían las fauces del mar,
listas, para dar una tarascada,
tu cuerpo era una clepsidra
a punto de reventar la pupa de la psicastenia.

  —Chimpe—
vacuno hombre,
manso varón de la calle,
pedestre humano,
habitante de mi miedo,
del miedo de mi infancia,
aquí está el respiro que te debo,
mi verso sin calostro,
el ovillo de hilo de mis papalotes,
los tréboles que nunca aposté
en el juego de la rueda o el rombo;
mi mano sentada para lanzar el tiro
y matar sentequito mis fobias de párvulo;
aquí te dejo mis clavados de perro de agua,
los volados perdidos
y mis centavos de cobre de las retachaditas.

—Chimpe—
y si esto es poco,
te dejo el camino Real a San Martín,
la arena y los pangos que llevaban al Ticuí,
las combis con rumbo a la “y” Griega y el Ciruelar,
el paradero el Atrancón:
te dejo abierta la puerta hacía la sierra.

De Chimpe (2017)

En la pira de las palabras, aparecido mío, arde mi carne.
Arde tu corazón índigo, arde la sien de la abuela.
En este atolladero la chamusquina esparce sus hircinos jolgorios
por todo lo que fue y lo que está sucediendo.

En el vórtice del fuego la abuela es un tótem que se calcina,
en la ominosa lengua de la llama un ornitólogo
espera que de la ceniza se levante algo,
el tremor de la grasa eleva las alas de su voz.

Lo ausente intenta llenar el espacio vacío entre las brasas.

El aire se hace espeso, busca la forma de un pájaro
que abunde en anécdotas.

Todo se consume sonoramente, se reduce a carbones:
después de todo somos fragmentos de lo real,
refracciones de la luz,
recortes de un álbum fotográfico que alguien hojea por curiosidad.

Somos variaciones del silencio y la textura,
hoyos negros que nos consumimos hacia adentro.

En mi combustión, estos son los escombros:
un azul de lluvia latiendo en el pecho,
un pecho anegado de azul y de agua,
el agua creciendo en semilla de recuerdos,
los recuerdos lloviendo en el latido,
el latido ya una charca inmensa,
la charca se derrama como un árbol,
el árbol late de lluvia, la lluvia de pájaros,
los pájaros son llaves que abren el cielo,
el cielo, un gran corazón cerúleo.

Germinas en el encono que cae como ola en el día,
sueltas una brisa de chupamirtos que pasma lo que toca,
ante esa urdimbre, un enjambre de hormigas contrapongo:

¿Antes de ser un fantasma, qué deseabas ser?
¿Un armonio de músculos y besos, tocando en la tarde?
¿La combustión de un follaje, hirviendo de pájaros a la sombra?
¿La lluvia que con su fuego sancocha todo lo que toca?

En la mesa de aquella casa que ya fue,
siempre hubo un lugar vacío.

De Rotonda de la infancia (2018).