
Cocinero de recuerdos y fotógrafo de aromas. Ha caminado muy lejos del polvo que lo vio crecer, pero eso no ha sido motivo para que no extrañe la varañera del sur.
Muestra de obra
*Pedra Branca
Para los maestros Víctor Jiménez y Hugo Gola
[Caín]
Las primeras palabras que te escuché, Caín, estaban cortadas por la corriente del arroyo. No significaban nada. Sólo iban corriente abajo, saltando de piedra en piedra. Tenían, sin embargo, un oficio: hacer que todo Villa Madero hablara como si cuidara la sed.
Caín tenía aparejada a la noche una casa de adobe, compuesta sobre una lluvia de piedras que se recogieron sobre las paredes; sus manos, ahí, hicieron labor de moldear las recámaras a paisajes de almendros. Después, sobre un costado, en el ala derecha, sembró tamarindos para darle de beber a sus hijos un poco de sombra, y a mí, con el paso de las décadas, ramas donde atajar la hamaca. Pero ya desde entonces navegaban hojitas en aguaceros de lodo. A la cocina, en cambio, le construyó una sola ventana, chica y oval, por donde el fogón escapaba toda la neblina: era humo que achicharraba debajo del comal. Adentro había oscuridades, cazuelas también, y qué pequeña era la lumbre que, desde los tizones, alumbraba las herramientas de la cocina, y qué pequeña, también, la exploración que gobernaba la luz natural hacia el interior de los adobes. Había lumbre que se secaba alrededor de la presencia de Celia Reyes. Se resquebrajaba el barro del fogón al calor de las virutas. Era leña de monte alto, cargada en burro y distribuida en troncos delgados a causa de las afiladas espaldas del mocho. Caín partía en dos el árbol. Un cueramo seco, viejo, con las ramas desnudas, ajeno a los intereses de las cucuchas. El cueramo se convertía en horquilla. Otros, más gruesos, fueron trazados como polines. Sobre ellos, Caín distribuyó millares de tejas. Para atrapar la caída de los alacranes, Celia Reyes zurció pedazos de tela. Así, poco a poco, la casa se hizo presentable, nació el granero, también una alacena para el queso, las gorditas y las cajitas de pan.
Pero afuera gobernaba la hierba mala. Eran sus dominios los terrenos del patio que se extendía hasta las cercas.
Te oí hablar, Caín, pero fue como escuchar al arroyo, ¿me entiendes?, como un nervio del agua. Así de quedito. Y callaste de nuevo, como si los almendros, tan airosos, se llevaran tu voz. También tenías la lengua adornada de frutos. Era diciembre. El último día de diciembre. Tú y yo nada más en la casa, y el viento que venía desde la barranca. Ambos fumábamos y yo veía, por el foco, que encajabas los ojos en la noche que se materializaba surcada de estrellas; pero abajo, negra, destinaba a todos nosotros a la orfandad.
Hice mis oraciones para acordarme de mi abuela Feliciana Piedra. Las manos cruzadas como una vela que alumbra los recuerdos. De ella nace la apertura de la noche: salta su nombre y apellido cuando la recuerdo allá en Villa Madero, en una casa chica, con las tejas desmoronadas, con la mirada sorda sobre las hojas del asinchete. Sabía que iban a morir de amarillas. O de tanto lodo. Pero nunca habló con las sombras que la visitaban. Sabía que del polvo se levantan las voces con las que conversaba, como si las calles entonaran un silbido abandonado, de esos donde no se oye ninguna gente, y que los pasos que escuchaba eran en realidad piedras que se amontonaban frente al hervidero de la tarde. No hablaba mi abuela Feliciana Piedra. Era uno de esos huesos que abandonó el arroyo cuando bajó la corriente. Un becerro ahogado allá en La Puerta, que después se atoró en las ramas, patas arriba, dando círculos en los remolinos de la crecida grande. También se ahogaron sus mugidos.
Tenía muy flacos los límites de los corrales, ensombrecidos, además, por la pared de la iglesia. La hierba mala hacía allí su reino, con todo ese reguero de hojas alrededor del pozo de agua, que daban la impresión de que mi abuela Feliciana Piedra esperaba que un día el viento viniera y de un soplido barriera todo ese abandono que habían padecido el adobe y las tejas.
Naciste junto a un árbol que tiene raíces en el agua de la barranca, con el viento un tanto alborotado, un poco, también, con las ramas pesadas, como si estuviera cargado de frutos; tiene de parentela con el almendro un racimo de hojas que se cargan de sol como si sólo dieran la cara hacia la tarde. Ahí naciste, entre polines decorados de tejas, con la luz de la luna torcida hacia horquillas que levantaban los tendederos. Sus aranceles eran para un patio escuro.
Sólo el Día de Muertos había luz en la casa de mi abuela Feliciana Piedra. Desde el patio, una hilera de velas iluminaba el camino incendiado hacia el interior de los adobes; después, las velas hacían una señal de cruz hacia los cuartos: camino que hicieron una y otra vez gente muerta.Parientes que se levantaban con la oscuridad y con las lámparas de petróleo en las manos, avanzando hacia la cocina, donde gobernaba todavía más oscuridad, con los árboles encima del fogón y dando sombra a la leña apagada. Allí, un solo cerillo iluminaba el mundo. Ponían las lámparas encima de la alacena. El resplandor dejaba ver las bocas masticando el pan de vaqueta. En el fogón comenzaba el sol artificial. Como éste, ardía como si quisiera desalentar el entorno. Ojalá que el arroyo —otra vez el arroyo— vuelva a sus caudalosas llamas. El mundo parecía tener movimiento en las sombras que caían sobre las paredes: una llamarada pequeña que, sin embargo, daba licencias para que apareciera todo vivo. Mi bisabuela Rosa Antúnez ya echaba tortillas sobre el comal. Pero de ella sólo aparecían las manos, que, cuando iban a la masa, regresaban a la oscuridad. Media cara también se hacía visible por causa del fogón. No así su voz, que tenía de las brasas que también la modulaba el aire. Cuando me duerma, sólo alcanzaré a escucharte decir que no queda nadie más que le haga compañía a la noche. La madrugada, sin embargo, quebraba más oscura hacia el patio; allá, todavía no despertaba ningún ruido, salvo el del burro, que resoplaba y echaba las orejas hacia adelante mientras le ponían la montura y le cruzaban el cinto por debajo de la panza. Su horizonte era ese camino de piedras que todavía reflejaba lo negro, y también a las estrellas: esas luces coloradas y azules que hablaban de lo solitario del cielo; el camino no, si consideramos que tenía por compañía las líneas temblorosas que describían las montañas. Que tu muerte sea compromiso de abono para la tierra. Si no te ponen cal, serás como lágrimas de petróleo: seco sobre tus huesos, y tu alma oscura, ese laberinto de pecados, saldrá a flote cuando sobre tu tumba nazcan todas esas flores avergonzadas de haberse alimentado de tus dientes. El burro conocía el camino, por eso iba sereno, con la rienda suelta, manso como la luz de la madrugada. Tenía como refuerzo los silbidos que soltaba el aire en el potrero. Un viento cargado con saltos de los cuiniques. Tan suave como la panza de una culebra. Los mosquitos se sostenían en otro aire, artificial, el que reviraba el cueramo.
Las hojas del mango fingían la postura pálida de la tarde. Pero la luz las traspasaba; torcían, de algún modo, la dirección de su movimiento. Atrás de ellas, en cambio, circulaba el aire del huerto, del que Caín sospechaba el nacimiento del fruto mientras imaginaba ―supongo― el caer del mango, su aproximación verde de primavera, y las lluvias que, al paso de los días, harían su cáscara amarilla. Se mecía en la hamaca, debajo de los tamarindos, con el racimo de sombras en la cara, que oscurecían sus pupilas y que él abría para verificar el movimiento de la tarde arriba de las hojas. Plácido, con el cigarro en la boca, permitía que el aire alimentara sus cabellos de fríos sudores. Arriba, las sombras de la casa. Las tejas hervían las piedras de sombras. Las flores dilataban el aire; escondían, para las moscas, el correr de sus perfumes. El adobe permitía la angosta circulación de la tarde, hinchándola sobre el lodo endurecido: los tabiques asomaban hacia el interior del calor. No había nada de raro que así culminara la tarde, con el ojo del sol abierto entre las ramas, con el tranquilo vaivén de la fruta y el mango deshojando el silencioso caer de los calores. Pero arriba estaba nublado. Llamas de oscuridad encendían las nubes. Vi en el viento sus preocupaciones por desaparecer detrás de las colinas. Se fueron. Quedó lo negro: raíz de la noche.
[Celia Reyes]
Esperaba que el viento supusiera que son distintas las ramas bajo las que estabas sentada, y que no iba a llegar así, tan de repente, tan violento, sin que no le importara que dedicaste toda la mañana a peinarte. Ya pronto, sobre los ciruelos, los pájaros habrán picoteado el sol de la tarde, y ahí estarán escondidas, bajo las ramas, muy rojas, las ciruelas. Pronto también estaremos solos, alimentándonos de frutas y de la noche. Yo creo que apagamos el candil y nos vamos a dormir. Que tus ojos consigan lo blanco a pesar de la noche. Si duermes con los ojos abiertos, echaré sobre ellos una cobija, como un ensayo para tu muerte. Mira: apenas salen los murciélagos.
Celia Reyes encendía una vela cuando la noche ya comenzaba en los ojos. Como iluminados por relámpagos, salvo que se recargaban en la lumbre. Iba la noche detrás de la flama. La oscuridad, poco a poco, se aventuraba a buscar los árboles. En sus ramas encontraba el oleaje de sus peores pesadillas: el silencio. Un silencio de palomas durmiendo sobre las tejas. Te señalé la buganvilia para que tú, con tus ojos, abuela, incendiaras el terreno de sus hojas. Entraba la noche por el vado de los cerros, tragándose primero las nubes, después al sol, que ya se había encariñado con incendiar las orillas de los asinchetes. El olor de la noche como tumbas abiertas a las flores. La tormenta era un abrevadero para el canto de los pájaros, que vaciaban su voz en cada gota de lluvia. Encontraban en ella tristes círculos del viento, con hojitas dispersas en un palmo de la noche.
Es como si la oscuridad supiera tu nombre y que fuiste bautizada en honor a las piedras. Me llamaste dos veces; la primera, para merendar pan dulce; la segunda, para hacerme saber que tu voz era lo único vivo en esa soledad alumbrada por candiles. Yo tuve, para esa noche, una sola plegaria: que tu mano se alzara sobre mis cabellos como el vuelo tembloroso de la mariposa. Y tú escondías la mano en la noche para que no fuera tocarla la sombra de los limones, y para que no fuera a esconderse ahí un trozo de niebla. Vi que tu rostro estaba muerto; en realidad, la noche había acumulado sobre él toda la lluvia que cayó sobre las tejas. También todas las ocasiones que callamos. ¿Te acuerdas cuando quisiste hablar y descubriste que estabas sola y que era el arroyo quien había apalabrado las piedras? Hoy el almendro está mudo. Tú también. Debe ser porque no hay viento. Debe ser porque no hay suficiente aire para que se embarquen las palabras. Porque si hablas, Celia Reyes, las palabras se irán despacio, sin orientación ni destino, y van a caer en el lodazal. Recuerdo las veces que tu voz tenía gotas de lluvia. Y así caía, como si fueran a rociar los montes, como si de ella bebieran venados y culebras. Tu voz, cántaro de agua. No exagero si digo que los pinzanes crecían cuando hablabas. Quizá me crees porque piensas que soy bueno. Pero no sabes, abuelita, que un día le corté el aguijón a un alacrán. No sabes, también, que un día invertí la corriente del arroyo para que dejaran de volar las mojarras. Ignoras que un día te espié cuando rezabas al cristo que tenías arriba de la cama, casi con la misma devoción con la que le rezabas a la lluvia para que llevara un poco de agua al camposanto.
Como quien se asoma al arroyo, así vi tu cara, clarita, con el agua muda recorriendo las lajas.
Era la hora del silencio del camposanto, con minutos muertos y hojas que descendían como si el ruido se apagara en ellas. Estaban calcinadas en la tierra. En el patio había piedras que escondía por lo debajo las gotas de la lluvia; pero, arriba, el sol brillaba su cuerpo. Resplandecía. Escuchaba a Celia Reyes, y escuchaba sus palabras que eran tan calladas como si se formaran con la tarde. Lo que consigues con encender ese par de leños, es que la noche arda como si las estrellas fueran luces naturales de este hervidero de monte. Allá se acorralan las oscuridades, el viento las lleva a una esquina de la noche. Más adelante se irían las sombras a un paseo largo sobre la noche. Allá dormirían todas sus oscuridades, como en la antesala de un canto de grillos. Tú, Celia Reyes, que ibas todas las mañanas al arroyo, cumplías tus devociones con el agua, que, en su reflejo, tenía cuentas pendientes con el sol: un entramado de luces detrás de la ceiba. Para el diluvio de estrellas, en cambio, su corriente actuaba como espejo. Ahí lavabas la ropa, golpeándola contra las piedras, y veía tu cara en el reflejo del agua, como una preparación de alimento para los peces. Por eso, cuando te vi muerta, pensé que era mejor que te comieran las mojarras y no todos esos gusanos. Pero toda el agua del arroyo debió morir, supongo, aunque su fuente se renovara, aunque allá de donde viene, entre esos cerros, la probara un venado. Aunque los alacranes se refrescaran bajo las piedras. Y aunque los zopilotes olieran la sequía, tú cumplías tus devociones con el agua.
En el arroyo, iban las velas con sus luces apagadas. Era la luna que sumergía su plata en el remanso del agua. Un poco atrás, sobre la hierba, el torso de las estrellas iluminaba la palidez del aire. Ya había encendido la noche sus aromas. Iba al vuelo de las hojas que estaba callada. Sólo se oía torcer la ilama, que maduraba secreta sus semillas, pero dibujaba en el cielo su dulzura. La ilama, que tiene también un sabor secreto para la boca, y es que no se sabe, por ejemplo, qué aguas maduraron en su interior y qué lombrices fortalecieron su tierra. Pero contiene, sí, toda el agua que maduró después del verano, con todas esas nubes recortadas hacia el occidente, ni siquiera planas, sino como si el bochorno la construyera con los vapores. Mira la luna, su luz callada y clarita, como si fueran a nacer de ella unos pinzanes.
Vi que la tarde se deformó hacia la noche con lentitud, con la forma de un gusano que trepa la hoja. Era copiosa la luz de luna que invertía la ceguera de la noche e irradiaba, al mismo tiempo, soledad en la penumbra cantada por ladridos de perros. Había vacas que mugían a la soledad del viento.
[Concepción Piedra]
Mi tío Concepción Piedra, como un palo alto y seco, tenía palabras que apenas pasaban las tejas. Sus pies, también muñequitos de madera: un par de varas recargadas en la silla. Me escuchaba como el cielo de verano, quiero decir, como si mi voz no afectara la abertura de las ventanas. Le faltaban tres o cuatro dientes. No tenía modo de morder las palabras. Tímidas como él, las escuchaba venir desde el piso. Luego se levantaban con el polvo. Intercambiaba conmigo palabras cruzadas por ríos de recuerdos, todos ellos relacionados con la tarde, y con su mujer —su delgada mujer— envuelta en una luz que la abrazaba con mucha delicadeza.
Después nos sorprendió la tarde con sus nubes caídas, muy lejos de tener aguas, blancas nomás y muy calladas, pasando de largo por todo ese terreno de polvo y de cruces del camposanto. Yo creo que buscaban algunos matorrales donde hacer bultito de sombras. Pero solo estábamos mi tío Concepción Piedra y yo, que no teníamos nada que ofrecer a tanta distancia hueca que hay en el cielo. Creo que una oruga cruzó por en medio de las heridas de la ventana. Después, sus alas batieron en el silencio.
A la luz no le platicábamos nada mi tío Concepción Piedra y yo. La consumíamos con los ojos, como a la mujer que quisimos, hasta que nos ardieron las pupilas.
Mi tío Concepción Piedra jugaba con la luz en sus manos como si en sus dedos se quebrara la tarde. Y ahí la sostenía. Podía agarrarla y arrastrarla hasta las arrugas. Un vasito en sus manos llenos de lumbre. Su sombra iba a la pared lateral, donde se revelaban, también encendidas, las protuberancias del adobe. Yo iba a decirle algo, pero el silencio de la tarde estaba muy cómodo entre nosotros. Había remolinos de hojas allá afuera. Silbidos de árboles.
Concepción Piedra. Sus congéneres han de estar alados, aún bajo las piedras o el polvo, y ascienden, de cualquier forma, a un cielo que está prescrito para anunciar un tiempo inmóvil: toda una hectárea que derrumba cuando el sol hierve. Concepción Piedra vive ahí, en Villa Madero, tierra pobre, de poca gente, de grandes casas, abundante de mantenimientos de agua. El sol alumbra el desierto de sus animadas sombras, las cordilleras que tienen despejadas los ramales. En equilibro, el cueramo es su lumbre.
*Fragmento de novela
