
Corredor de fuelle en el maratónico oficio de la escritura. De personalidad claridosa y narrativa derecha, ha conseguido una voz propia en las peliagudas tierras del sur.
Muestra de obra
Dos días en la vida
Salgo del hospital y seguro, pensarán que soy un viejito pendejo por no pedir un taxi para esconderme de este sol de la chingada. Sol que no me hace olvidarte ni olvidar que vivo en Acapulco y solo. Sin ti.
Es mediodía. Suspiro. Miro a todos lados: poca gente, no hay tráfico. El infierno se ha vaciado de inquilinos. No los culpo. De poder, yo haría igual pues no es lo mismo el puerto de día que de noche. Sudo a cántaros. Con una mano arranco las gotas de mi frente y con ellas se van los recuerdos. Con la otra me apoyo en la pared, en la realidad. Comienzo a caminar entre calles que son laberintos sorteados por borrachos para llegar a las entrañas de una cantina, “La Pintada”. Pinche nombre.
“Hay dos días en la vida para los que no nací…”, se oye en algún lado.
¿Acaso una broma? Y recuerdo. Recuerdo porque sólo eso puedo hacer sabiendo que es una ilusión volver a vivir aquellos momentos felices… Infelices.
Ya me habían dicho: “el pasado es un fantasma al que más vale no convocar”, pero aquí estoy, estás, estamos. Y tan alegre que eras: risas, cariños, lo único que ofrecías para mí; sexo perverso, a veces tierno; sonrío mientras cruzo la puerta de esta pocilga para echarme un trago. A fin de cuentas, me da igual un buen tequila que una pinche cerveza de esas de lata, aunque esté quemada.
Un tapete de arena pegada al piso me recibe. Así también, escupitajos y rastros de orines en la base de las paredes. Dos borrachines están tirados en un rincón. Lo que menos les interesa es saber que un güey madreado como yo entre al lugar. Al fondo, una rocola ocupa el espacio donde alguna vez estuvo una orquesta. Pinche crisis. Con dificultad me acomodo en una silla. Hago un ademán y un muchacho gordo y sucio me sonríe con morbo. Rápido trae una cerveza acompañada con un plato rebozado de cacahuates. Mi mano sobre el vientre para aguantar el dolor mientras pienso en el desmadre del que acabo de salir. Sujeto la botella.
“El primero de esos días fue cuando te conocí…”, dice la rocola.
Con la memoria reconstruyo tu rostro, tu mirada. Nunca había visto un par de ojos negros tan grandes. Y tu forma de besar, tus labios empapándome los míos… ¡Mmm! Cierro los ojos para sentir de nuevo tu boca que se aproxima cerquitita de la mía sólo para respirar tu aliento y excitarme, mientras susurrando me dices que me amas, que todos los días de tu vida buscarás la manera de hacerme feliz… Abro los ojos. Sorbo un poco del líquido frío. Este recorre mi cuerpo, hasta el estómago… Sí, acepto, me entraste por los ojos, alborotaste todos mis sentidos… Doy un trago largo y volteo hacia la calle. “Estamos solos, libres y disponibles”, frase tuya que aún tengo en mente. Hago una mueca.
Sería a finales de los 90 en una de esos puteros de la Costera. Eras una desgracia, sin rumbo y con tus ideas alocadas. Hasta que entré en tu vida. Al principio todo fue como un cuento feliz y pese al qué dirán de las gentes, caminábamos por la playa con las manos agarradas, sin inhibiciones, al abrigo de la brisa del verano, Costera arriba, Costera abajo, siempre de noche. Nos gustaba platicar durante las madrugadas o si no, escuchar el golpeteo del ventilador del techo en aquel cuartito en la calle Morelos, ése del centro, a donde sin pena dábamos rienda suelta a esos besos que abrieron todos las puertas del delirio; donde ocurrían esas guerras entre nuestros muslos, entre mi cuerpo nauseabundo y tu cuerpo divino, fantasmal; deslizándonos así en la vida de todos los días, sin más, siempre como si fuera la primera vez…
Sí, sí recuerdo la primera vez que hicimos el amor. Habíamos bailado en todos los antros conocidos y tomado alcohol hasta la madre. ¿El Arcelia? ¿El Puerto Rico? ¿O la cantinucha esa, la del Mariachi? Te juro, a la mañana siguiente, al ver tu cabeza sobre la almohada al lado de la mía, pensé en la posibilidad de amar.
“El segundo de esos días fue justo el que te perdí…”.
Pero ahora lo sé bien y saberlo sólo me hace mentar madres: terminaste por aburrirte pues no hay peor villano que la rutina para alguien como tú. Al fin llegó el día en que comenzaste a mirar hacia los días trascurridos, a hacerte preguntas sobre los que vendrían, comprendiendo que el destino mezcla las cartas y nosotros las jugamos. “Nada es para siempre”, “siempre es posible lo peor” o cualquier frase pendeja que venga al caso…
Y es que ¿cómo se te ocurrió salir de parranda ese miércoles por la noche? Miércoles de luna llena, de luna carnívora, de luna del Diablo… Me molestó que en medio de tu peda y mis reclamos salieras con la estupidez de que tenías algo importante qué decirme…
Recurro al último trago de esta cerveza. Estaba claro que en aquel momento iba a ser diferente. En pocas palabras, me dijiste que querías una nueva vida sin mí, que yo ya no era el de antes, que no podías compartir un mismo techo con un extraño. ¡Pinche ingratitud! ¡Quiero otra cerveza!
“Se acabaron las mentiras y de todo aprendí que hay dos días en la vida para los que no nací…”.
Con esa canción de fondo pregunto cómo es que te atreviste a reclamarme. ¡Vaya si te equivocabas! Fue entonces que te recordé cuál era tu sitio, a mi lado… Ahora a la distancia me doy cuenta: ya habías tomado la decisión y mis palabras sólo sirvieron para empeorar las cosas. Sólo Dios sabe que mis intenciones eran buenas y por un capricho no podíamos mandar a la chingada lo nuestro. Pero era como hablar al aire, ya te habías convencido de que yo no podía ofrecerte lo que querías. Por tanto no dejabas de repetir que saldrías de aquel cuartito y peor aún, de mi vida…
“Me tragué todo el veneno, del que llevaban tus besos…”.
Llega la otra cerveza y más recuerdos: Nada de lo que dije en ese momento surtió efecto. Mi molestia, agravada por el cansancio, terminó con mi paciencia. Te dejé con la palabra en la boca. Te fuiste hacia la cama con la intención de jalar con tus cosas mientras me advertías que era en serio. Intenté impedirlo usando el último pedacito de sentido común que me quedaba. Te pedí que recapacitaras. Tu única respuesta fue un empujón que me hizo caer. Me levanté sólo para ver que ya guardabas tu ropa. Aquello provocó que yo perdiera la cabeza y como un animal rabioso te arrebaté la maleta. De un madrazo caíste sobre la cama. Quise sujetarte pero reaccionaste con una patada que me dejó sin aire…
“Descubrí que con el tiempo me perdí todo el respeto…”.
Agarro unos cuantos charales del plato. ¿Importa si el chile arde? Me llevo la mano al vientre… No, parece que no. Es más, me vale madres… Otro trago a la cerveza y otra imagen: Tú dirigiéndote a la puerta. Cuando entonces me repuse del golpe, fui hacia allá. Oí que llamabas por celular a alguien. Te quité el teléfono y te lo arrojé a la cara. Caíste al suelo. Yo te repetí hecho un loco que todo era por tu bien, que aquello que sentía era amor, no simple calentura; que nadie deja de ser uno mismo por ser el otro, pero no querías escuchar, sólo gritabas que deseabas conocer otras cosas, otras personas, que ya todo te era insuficiente. ¿Es que yo no era suficiente para ti? ¡Qué pendejo! ¡Se te olvidó que yo todavía era tu hombre y tú el mío, y que tenía el poder de hacerte lo que me viniera en gana! Pero de aquel muchachito del que me enamoré quedabas sólo tú…
–Hola, hola, ¿Quién habla? ¿Hola? –decía una voz masculina desde el celular caído. Te di la espalda para recogerlo pero no me fijé que ya te habías levantado. Volví hacia ti y descubrí en tus ojos grandes la furia y el fuego; sentí algo frío en el estómago y luego… Nada.
Hoy desperté en el hospital. Una enfermera me contó lo ocurrido. Estuve inconsciente varios días. Tú, desgraciadísimo putito de mierda, tuviste los huevos bien puestos como para clavarme un cuchillo…
“Compraste mis sentimientos con tus besos de carmín…”, remata la rocola.
Termina la canción. Llamo al muchacho, le doy monedas para que la ponga de nuevo y de paso traiga otra cerveza. Una caguama. Aflojo las vendas que me envuelven. ¿Sabes, pinche “Bonito”? Después de todo no te necesito, tengo tus recuerdos que son lo más importante. Hoy borraré esos dos días de mi vida para sobrevivir este momento que le dará certidumbre a lo que venga. Sonríe el muchacho mientras dejo que en la mano me ponga la botella. No sabe el idiota lo que pienso. Le sonrío a su estúpida sonrisa en reflejo y la recibe amistosamente… Unas chelas más y dejaré de verlo horrible…
“Hay dos días en la vida…” De vuelta, la rocola.
Del libro Nada más apacible que el fin, Editorial Ficticia (2013)