Noé Israel Borja

Ciudad Altamirano, 1982

Calentano de prosa incisiva, vidriada. Nada que no refleje la dura realidad que se vive en una las regiones más álgidas del país. También gusta del periodismo y la buena birria.

Muestra de obra

El color de la tristeza

El patio de Plácida era enorme como su corazón. Yo ahí me crié. No recuerdo a qué edad llegué, pero Plácida me recibió con sus brazos amorosos. Recuerdo cuando me consentía sentado en su regazo. Ella decía que los que nacen en la noche eran callados, discretos y bandidos; mas yo, que había nacido a las nueve de la mañana, iba a ser alegre y cordial como el sol de esa hora. Y seguía con una letanía y mimos que terminaban en la palabra sinvergüenza. Decía que al último yo también sería un sinvergüenza, me lo decía de cariño. Plácida crió a muchos. Si nos pusiéramos a hacer listas y a sacar cuentas, este cuento se extendería más de lo debido. Pero no hay nadie que niegue esto. Muchos crecimos bajo la sombra de su gracia.
Por los días de mis primeros recuerdos empezó a llegar a la casa doña Andrea, una viejecita incansable para la máquina de coser. Era del tamaño de los más chicos, mero de mi vuelo cuando llegué a los diez. El tiempo la había doblado poniéndole una joroba que cada día le apagaba la voz y la hacía más chiquita. Esta abuelita, con sus cabellos de ceniza, tenía sus ojos saltones y nunca pidió ayuda para ensartar la aguja. Ella decía que vivía con una sobrina pero al último terminó ocupando un rincón del corredor donde tendía su cama.
Esos años pasaron como agua y todos los que se criaron en esa casa se volvieron remolinos que quién sabe qué aires querían alcanzar porque nada más daban la pinta de hombrecitos y luego se tiraban a perder. Muchos volvían a saludar a Plácida y otros se perdieron por siempre. Yo me encargaba de barrer el patio. Desde que tuve uso de razón siempre lo hice. Plácida nunca me dijo nada sobre mis quehaceres, por el contrario, me ponía de ejemplo con los demás que no hacían caso de sus tareas. El patio tenía mezquites, acacias, cirianes y un ilamo. Yo me levantaba muy temprano para regar y luego me ponía a barrer. Esto fue lo que más me gustó. Hubo días, cuando descubrí que había nacido para barrendero, que me ponía a barrer por las noches. La luna llena me hacía decir que era como de día y agarraba la escoba. Sin embargo, Plácida, que tenía sus creencias, me reprendió diciéndome que si se barre de noche se barre la buena suerte. El viento trae la basura. No es nada más la hojarasca de los árboles, sino la basura de la calle que trae el viento cuando sopla. Entonces me daba gusto con la escoba. Y si el mundo fuera pura basura, los barrenderos fuéramos los más felices. Lo digo por mí pero siento que hay muchos con los mismos ánimos. Barrer me gustaba más que chaponear y arrancar el bosque que crecía en las “aguas.” Los mezquites y las acacias tienen algo del sauce llorón, son sus hojillas diminutas unas lágrimas que no dejan de caer. Y no conforme con eso echan sus vainas a montones. Las flores del cirián saben a tristeza y su aroma es bueno para la resignación de los espíritus. El ilamo, ¡qué bonito árbol!, ¡qué bonitas sus hojas!, son de color verde deslucido, como tirándole a una tristeza permanente. Plácida me encargaba que recogiera las vainas de mezquite una por una. Esto empezó como castigo, como cuando me regaba un doble de maíz en el patio para que yo lo recogiera grano por grano. Todo esto para que no me saliera a la calle y no terminara siendo un vago. Así llené costales y costales de mezquite que llevaba al tejaván que estaba al costado del patio. Era un tejaván amplio, sostenido por gruesos horcones. Al fondo había una cama de correas de neumático y alrededor de esta fui acomodando los costales.
Cuando en la casa nada más quedaba Plácida y Andrecita, yo me encargaba de otros quehaceres; por ejemplo, reparar el tejado, mudar la paja de la ramada, prender los fogones por la mañana porque Plácida nunca tuvo una estufa.
Yo nunca pensé en irme, más me valió porque conocí la mejor adquisición que Plácida hizo en toda su vida: una muchacha llamada Paulina que llevó a la casa. A pesar que me había añudado porque seguía estando de la estatura de Andrecita, yo me sentía hombre para levantarme en mi propio remolino. Paulina era alta y delgada, de ojos lucientes, de sonrisa de perfume. Plácida platicaba que la había redimido de la hora más parda de un crepúsculo triste. Pero al ver a Paulina uno olvidaba estas palabras porque ella era de buena estatura para hacer las cosas. Al principio, aunque yo barría con nuevos bríos, como quien barre para su fiesta, Paulina me miraba como quien no mira nada. Pensé que lo hacía porque me consideraba de esas gentes que no crecen. Y hasta yo pensé que irremediablemente me quedaría del vuelo de Andrecita porque nada más miraba a Paulina y se me hacía un nudo en el pecho que crecía duro e inmisericorde como una piedra y que de algún modo iba a derivar en una joroba que me doblegaría por tanto admirarme de la vieja Andrea. Sin embargo, esto no ocurrió porque al poco tiempo le demostré a Paulina que barrendero y todo no era tan chico de edad como ella podía suponer. Yo, que ya sabía de pláticas de enamorados y de insolentes, no tardé en involucrarla a mis quehaceres. Plácida estaba contenta porque entre Paulina y yo manteníamos la casa ordenada y el patio limpio. Por las tardes, cuando Plácida y Andrecita cosían en la máquina, nosotros juntábamos las vainas de mezquite. Paulina había llegado con las primeras lluvias de mayo y ya por septiembre y octubre nos sentábamos bajo el ilamo y comíamos ilamas que cortábamos con nuestras propias manos. Yo me di una estirada y ya no era ningún muchachito sino un hombre hecho y derecho, barrendero para servir a todos ustedes. Los sobresaltos del corazón y un viento de ilusiones que de pronto se agolpó en mí me llevaron a su piel tibia. Hubo abrazos y ocurrió el ósculo. Una tarde, rendidos de reír uno con el otro, la llevé al tejaván con el pretexto de que me ayudara a acomodar los costales llenos mezquite. Ahí, ya con nuestros cuerpos quemantes, nos tendimos en la cama de correas y ahí los dos nos alzamos en un remolino que nos prometía el aire puro, la buena vida… Pero pronto ocurrió la cruel caída. En ese rato Plácida pasó, de pura casualidad porque ella no era ninguna fisgona, se metió en el tejaván y luego escuché la palabra con que terminaba su bonita letanía cuando me tenía en su regazo: “Sinvergüenza.” Salí sintiendo sus palabras como brasas que desfiguraban mi cara: “Un descastado y desagradecido que mancillaba su humilde casa.” Paulina se quedó en una esquina del tejaván, llorando en un largo puchero, cubriéndose con sus trapos que no atinaba en ponérselos. Se veía como una gallina desplumada. La miré chiquita e indefensa. Tal vez porque ya la miraba con ojos de hombre de la calle, dispuesto a perderme como todos. La tristeza es color pardo, como de crepúsculo de atardecer, de ese color era la piel de Paulina. Y de ese color se tornó su mirada.
El trabajo de barrendero es para siempre. Y aquí entre nos les digo que soy el mejor barrendero de estas tierras. ¡Pónganme a quien ustedes quieran! Ya lo verán. Volví a ver a Paulina una mañana que me localizó y se me acercó: “¡Israeeel! ¿A qué horas vas a venir? ¡Qué no sabes que Plácida te necesita para que le ayudes a enterrar a Andrecita!” La miré larga y enjuta. El sudor de su frente hacía pensar que aquella mujer se consumía por dentro. No podía ocultar los primeros verdugones de la vida. Ese día enterramos a Andrecita. Plácida no dejó de llorar. Desde que me vio fue derecho a mis brazos, como queriendo que la sentara a mi regazo y la consolara, como ella algún día hizo conmigo. Ya estaba anciana. Achicada y con su pelo de ceniza, se me confundía con la primera imagen que yo guardaba de Andrecita. Ya en el panteón, Plácida nos señaló el lugar donde quería que la enterráramos: a un lado de la sepultura recién hecha. Y luego volvió a su llanto lastimoso que se fue haciendo quedito conforme nos retirábamos del panteón. Anochecía. La calle del panteón era recortada en paralelo por un canal, y al otro lado se levantaban casuchas hechas por manos afanosas, hechas por necesidad y ambición, con apremio y preocupación de que alguien llegara a reclamar el terreno u otro llegara a arrebatarlo. Ahí vivían hombres de rostro turbio, mujeres con pies descalzos y niños que jugaban de espaldas al llanto de los dolientes y a la penumbra de los muertos. Mientras caminábamos por ahí, Paulina, que ni la muerte y tampoco el recuerdo la habían estremecido, se fue mirando la hilera de aquellas casuchas, como buscando algo, como buscándose a ella misma. En unos pasos más me despegué de ellas, ninguna se dio cuenta que me atrasé, Plácida por su letargo, y Paulina por su indiferencia.
Cuando uno se cría barriendo un patio pensando que es suyo, y luego es echado, ya de grande no queda otra que barrer y barrer con la ilusión de reencontrarlo, con la tristeza de haberlo perdido. Así llegué a barrer por la calle del mercado donde se colocan los contenedores de basura, inmensos como la basura de un mercado. A unos pasos está un zaguán, como entrada principal, pero no lo es; hay un portón grande de dos hojas de lámina de fierro que se abren a la primera hora de mercado. Ese espacio está techado y funciona como portal para los pepenadores de segunda y los improvisados, porque los pepenadores de primera son dueños de los contenedores y ahí se pasan riñendo con los de segunda que siempre se las ingenian para arrebatarles algo de algo. En ese lugar volví a ver a Paulina, peleando una caja de jitomates podridos, caja que ganó y luego se llevó a un rincón para escoger los mejorcitos. Para esto ya habían pasado muchos años de cuando enterramos a Andrecita. Y si aquel día su mirada era de desprecio e indiferencia, ese día fue de olvido. Me dolió en el corazón y deseé que este se convirtiera por fin en una piedra y que se me fuera a la espalda para tener una joroba que me torturara todos los días. Pensé en Plácida. Era indudable que Paulina pepenaba para llevarle algo que comer. Yo ni por pienso podía ayudarles. A pesar que había basura como nunca antes, cada día la vida resultaba más difícil. Si yo había llegado ahí era porque como barrendero, los pepenadores tenían que habérselas conmigo, y me dejaban hurgar un poco para encontrar qué comer. El cielo de la tristeza es grande y a todos nos toca un cacho. Pero Paulina peleaba con tanta furia algunos deshechos que se ganó la ira de los pepenadores de primera. A mí me llegó a arrebatar unos ejotes sancochados que me disponía a comer. Entonces los de primera llegaron a un acuerdo con los de segunda para no dejarle nada bueno en sus manos. Paulina, lánguida y como mirando desde su crepúsculo perpetuo, no tuvo otra que repegarse a la lámina del portón, y ahí pasarse todo el tiempo. La ira descargó en escarnio cuando los pepenadores se enteraron que padecía disentería y que, si se mantenía parada e inmóvil, era para sobrellevar los retortijones y sus estremecimientos. Luego se reían y tronaban las palmas de las manos cuando se orinaba parada. Chorreaban sus orines en su piel reseca y ella sentía como un descanso mientras los demás le echaban chifletas o se contaban chistes unos con otros y todos reían muy felices. Un día desapareció del portal de los pepenadores y nunca la volví a ver por ahí.
Cuando el tiempo y mi oficio me habían encorvado y ya no alzaba la cara al cielo se allegó a mí un enjambre de voces. “Israel, Israel, Israel…” Recordé que algún día así me llamaban y levanté mis ojos. Eran unos vecinos de Plácida, míos también en algún tiempo, y me endilgaron el reclamo de que Plácida les estaba apestando sus casas porque ya llevaba días de muerta y que como ella me dio la crianza, yo tenía que enterrarla. Aquellas gentes me llevaron casi a empujones a la casa. Por el camino me informaron que Plácida vivía sola, que Paulina había agarrado su rumbo luego que murió la vieja Andrea. Las paredes ruinosas, el tejado desvencijado y el patio lleno de hierbajos y charamasca me dispusieron a una tristeza que escarbaba en mis pies como para hundirme. Me llevé el cuerpo con premura porque la jedentina agobiaba al vecindario. Apenas me dieron tiempo para cortar unas flores de las acacias del patio. La enterré a un lado de Andrecita, tal como algún día lo pidió. Un muchacho de 12 años, que me ayudó a enterrarla, se quedó conmigo hasta el último, hasta que la sepultura quedó cubierta de tierra blanda y con una cruz de flores de acacia. Le pagué al muchacho con las únicas monedas que yo traía. Él me platicó que la hacía de panteonero, que vivía al otro lado del canal con su madre y ocho hermanos menores que él. Dijo que él era el sostén de su casa y esto lo hacía hablar ya como un hombre. Yo caminaba arrastrando mis pies pero salimos juntos del panteón. De pronto se escuchó un grito de mujer: “Israeeel.” Y el muchacho pegó una carrera, que más bien fue una pirueta infantil, como resistiéndose a ser hombre. Era su madre quien le gritaba. Era una mujer que en otro tiempo tuvo una buena estatura, sin embargo, ya tenía los verdugones definitivos de la vida. También arrastraba los pies, por hinchazón, porque estaba encinta. Malhumorada llamaba al hijo. Él, haciendo cabriolas en torno a ella, le enseñó las monedas que yo le había dado. Ella estiró la mano para recibirlas y me volteó a ver. Yo, que ya la había reconocido, le dije: “¡Paulina!, ¿me oyes, Paulina? Vine a enterrar a Plácida…” Ella se guardó las monedas y sus ojos de crepúsculo perpetuo terminaron por hundirme en la tristeza.

Del libro El muerto que nos llegó de Estados Unidos (Innova, 2018)