
Gran narrador oral, es el cronista de Atoyac. También es periodista y sus tiempos libres los dedica a la promotoría cultural. Sabe contar los mejores chistes de la región, que son anécdotas de su compadre Toño Peralta. Tiene una mirada de soñador, por eso es un constructor de utopías, un narrador que se esconde en el periodismo.
Muestra de obra
Oralia
Ese día por la tarde me quedé de guardia, sonó el teléfono de la presidencia y contesté, buscaban al director de Reglamentos y Espectáculos. Era un funcionario de salud del Ayuntamiento de Tierra colorada. Explicaba que hicieron una revisión entre las mujeres de los burdeles de ese lugar y una de nombre Oralia había dado positivo en un estudio del virus del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida. Según ellos era una mujer que venía de Tijuana y había trabajado unos días en esa zona. Decía que después del estudio la mujer huyó para Atoyac o para Zihuatanejo. Dieron la descripción era: blanca, rubia, un metro sesenta y cinco centímetros de estatura y de ojos cafés claros.
Lo primero que hice fue pasarle el reporte al director de Reglamentos que, inmediatamente, con una patrulla de la policía salió en operativo y encontraron a Natalia, una chava que trabajaba en La Escondida y cuya descripción encajaba con la que dieron los de Tierra Colorada. Yo estaba en la planta alta del Palacio Municipal, en la oficina de la sindicatura, desde ahí vi cuando la trajeron, al verla bajar con su pelo negro y un mechón rubio en la frente, me puse frío, el estómago se me heló y mis testículos se hicieron más pequeños de lo que son.
Es que en el Ayuntamiento de Atoyac teníamos una cofradía de cabrones que estábamos en constante comunicación con los del departamento de Reglamentos, cada vez que llegaba “ganado” nuevo en los burdeles de moda les caíamos. Éramos los primeros, les hacíamos la prueba, sobornando o chantajeando a los dueños de los antros.
Amor de cabaret /que no es sincero /Amor de cabaret /que se compra con dinero.
Amor de cabaret /poco a poco me mata /sin embargo yo quiero /amor de cabaret.
Cuando llegó Natalia, me comentó un inspector de Reglamentos —llegó en la mañana a La Escondida una chava bien buena, —y por la noche fuimos. El dueño del bar era un viejo conocido, me la apartó en una mesa y le dijo —hoy te quedas con mi amigo—, que para el caso era el secretario particular del presidente municipal, no faltaba más.
Esa noche al calor de la copas hicimos el amor con Natalia, dos rounds, de tres caídas, fueron a puño limpio. Era de esas mujeres complacientes, al cliente lo que pida. Al otro día como a la una de la tarde volví a buscarla en su cuarto y volvimos a estar juntos. Nos hicimos amigos, me dijo que venía de Tijuana, de allá era, y que su último trabajo fue en un table dance.
Por eso cuando la vi ese día, desde la sindicatura, sentí que me iba a pegar diarrea. En ese tiempo, 1990, no se conocía ningún enfermo de VIH por estos lugares. Se decía que alguien llegó del Norte con la enfermedad y que se murió secó, era el puro esqueleto, cuando espiró. Que la enfermedad comenzaba a manifestarse con granos en las axilas y diarreas. Esa noche tuve fiebre y un poco de vómito.
Se la llevaron ese mismo día, ya entrada la nochecita, en una ambulancia, rumbo a Tierra Colorada para ver, si ella, era la rubia sidosa. Yo por si las moscas, terminé con mi novia, sin más explicaciones: le dije solamente que ya no quería seguir con ella, que no la quería. La pobrecita lloró, lloró y lloró. Yo solamente pensaba que tenía esa enfermedad y en cualquier rato moriría seco en el puro esqueleto, como los perros cuando comen sapo.
Todos esos días me la pasé comiendo poco, retraído y un poco serio, baje mucho de peso. Todos me preguntaban — ¿y ahora porqué tan serio? — Nada explicaba y sólo recordaba los ojos claros de Natalia cuando la subieron a la ambulancia. Así pasaron dos meses cada día estaba peor, vivía con escalofríos, sentía que me daba diarrea, con cualquier cosa me enfermaba del estómago, seguido tenía calenturas, estaba como entelerido y vivía angustiado. Hasta que un día, el 5 de mayo, recuerdo que preparaba el programa alusivo a la Batalla de Puebla. Estaba acomodando las bocinas del aparato sonido, cuando al fondo de la plaza cívica vi una mujer de pelo negro y de ojos cafés claros que se reía. Era Natalia.
Me fui derechito a ella y a boca de jarro le solté — ¿Qué, no te habían llevado por sidosa?
—Vale que ayudaste cabrón —me reprochó. Le explique que nada pude hacer.
Me dijo —esos pendejos me confundieron, me llevaron, pero luego llegaron con una mentada Oralia que estaba trabajando en Zihuatanejo y esa era la enferma.
—Pero tú dijiste que venías de Tijuana.
—Pendejo, para empezar yo no me llamo Natalia, así me pongo para trabajar, no soy de Tijuana soy de Acapulco y estoy sana.
Esa noche me puse una borrachera para festejar. Porque cuando la escuché, sentí que un baño de agua bendita me quitaba lo entelerido, se fueron los escalofríos y los malestares del estómago. Volví a estar gordito como siempre.

Concho Romero
Supe de la existencia de Concho Romero el mero día de su muerte. Cuando el tío Melón llegó para avisarle a mi abuela que su padre había fallecido. Iba a casarse el domingo y se murió el viernes. Después de su muerte algunos de sus nietos pusieron patasparriba la casa donde vivió, en busca de la piedra del gallo que dicen tenía. No se podía explicar de otra manera que Concepción Romero Meza haya tenido tantas mujeres a lo largo de su vida.
Concho fue hijo de campesinos arrendatarios y nació en el fondo de la selva, en Las Patacuas, un pueblo ya desaparecido y borrado por el tiempo. Don Simón Hipólito me contó que la patacua es un árbol de fronda verde oscura y de fruto amarillo encendido que predomina en cerro del mismo nombre. De ese cerro nace un gran arroyo que forma una cascada, de aproximadamente cincuenta metros, que cae en una poza donde las ninfas salen a juguetear en plenilunio, y todo el tiempo adornan las orillas convertidas en hermosos lirios de diferentes colores. En esa exuberancia nació Concho Romero, mi bisabuelo. Sus padres solamente eran dueños de la mitad de sus cosechas, la otra mitad la tenían que pagar en arriendo a los hacendados propietarios de la tierra.
Concepción Romero Meza, Concho, tuvo más de cien hijos con diferentes mujeres. Fueron treinta las que le parieron descendencia. A sus ciento cinco años preparaba su boda para casarse un domingo pero murió el viernes. Lo recuerdo bien porque ese día una gran roca se desbarrancó del cerro y pasó rodando haciendo tremendo escándalo a unos cien metros de la casa de la abuela. Los trabajos por la apertura de la nueva carretera dejaron endebles los cerros y a cada rato encontrábamos tremendas rocas a la mitad del camino. Cada vez que alguien partía a la ciudad la abuela rezaba para que no le fuera a caer una piedra encima.
Los nietos salieron de Los Valles, el sábado muy temprano, rumbo a la ciudad de Atoyac para hacer la enramada para la boda del abuelo. Ya lo encontraron muerto, había fallecido antes de la media noche. Sí hicieron la enramada pero sirvió para el velorio.
El Tío Melón regresó para avisarle a Victorina que su padre había muerto. Ella se fue con su rebozo en la cabeza, caminado por la carretera nueva y al oscurecer ya estaba en la ciudad. Mi abuela era la mayor de todos los hermanos. Antes que enterraran a su padre, la misma noche que llegó, Victorina abandonó el velorio. Los hermanos ya estaban peleando las huertas de café, de coco, las vacas y los potreros. Mi abuela pedía que dejaran el pleito para cuando pasara el entierro, “El muerto al pozo y el vivo al gozo” dice el refrán.
Pocos sepelios como éste se han visto en esta pequeña ciudad. Muchos hombres de a caballo, mucha comida y una gran enramada cerró la calle principal. Muchísimas mujeres llorando. Muchos hermanos se conocieron ese día. Mi abuela por ser la mayor era la única que conocía a todos. Sin embargo se fue enojada por la ambición que demostraban.
La gente chismosa rumoraba que tal vez los mismos familiares asesinaron a Concho, antes de su boda. Tenían miedo, a la remota posibilidad, que la nueva esposa le pariera un hijo y se quedara con toda la herencia.
A su muerte Concho dejó muchos bienes, que se repartieron entre los hijos que le seguían a mi abuela. Los puros hombres, las mujeres en ese tiempo no tenían derecho a las herencias, se les condenaba a la miseria. Así dejaron a mi abuela con sólo el pedacito de tierra donde vivía. La que iba a ser viuda de mi bisabuelo se arrojaba al féretro demostrando su amor y mucho dolor por su partida. Su padre se acercaba a los dolientes para preguntar que le tocaría a su hija, al fin y al cabo ya iban a casarse el domingo cuando el viejito murió.
Después de su velorio, que fue en evento muy trascendente, de mi bisabuelo sólo quedó el recuerdo. El tío Melón nos contaba la historia.
Cuando Concho venía de El Ticuí, un pueblo rodeado de palmeras, y pasaba por el río, encontraba hasta tres mujeres lavando pañales de sus hijos, y le decían –“Concho danos para el jabón, un poco de dinero para comprarle de comer a tus hijos”-. El viejo apresuraba el caballo y solamente las miraba de reojo. Mientras les decía entre dientes –Chínguense, ustedes quisieron–.
Melón decía que su abuelo tuvo la piedra del gallo. Que en un palenque mientras jugaba, allá en los tiempos de la Revolución, un gallo negro murió en sus brazos. Mientras trataba de reanimarlo, el animal arrojó una piedra que tenía incrustada en el pecho. Nadie la había visto pero decían que era una piedra negra, reluciente, ovalada, del tamaño de una almendra. Desde entonces a Concho lo seguían las mujeres, aunque las maltratara. Por eso se aprovechó de ellas y disfrutó de sus amores, se llevó doncellas, viudas y mujeres dejadas.
Concho también fue revolucionario, siendo muy joven participó en muchos combates a lado de su primer suegro, el capitán zapatista Tiburcio Cabañas, el abuelo de mi abuela. Aunque solamente en la toma de Chilpancingo peleó en primera línea, ahí le dieron un balazo en el hombro derecho. Una mujer le colgó el brazo con un rebozo y siguió peleando, con la mano izquierda disparaba su pistola 38 especial.
Después de ese combate de donde salió herido, ya no peleó en serio. Siempre buscaba la forma de escurrirse hasta la retaguardia argumentando que no podía sostener el fusil. A veces mientras estaban los combates, en los sitios de ciudades, él jugaba gallos, con otros empedernidos galleros que alegaban convalecencia para escabullirse del peligro. Improvisaban pequeños palenques muy lejos de las balas.
Pero cada vez que podía, durante toda su vida, Concho Romero mostraba la cicatriz como si fuera un trofeo. Guardaba muy celosamente su 38 especial y después la mostraba a sus nietos diciendo: “Esta pistolita me salvó la vida muchas veces”. Como no eran capaces de faltarle el respeto, los nietos decían a sus espaldas: “Pinche viejito caliente”. Concho enamoraba hasta las vendedoras que pasaban por el corredor de su casa. Cuando murió, algunos de sus casi ya doscientos nietos, buscaron entre sus pertenencias la piedra del gallo que dejó guardada en alguna parte. Dice la leyenda que son pocos los que tienen la gracia de tenerla, porque solamente a los muy afortunados les nace un gallo negro en su gallera.
Durante mucho tiempo para nietos y bisnietos fue una incógnita, ¿Por qué Victorina abandonó el velorio antes del sepelio? Algunos parientes hombres especulaban diciendo que mi abuela, la primera hija de Concho Romero, al saber que no le tocaría herencia, se llevó la piedra del gallo sin que nadie se diera cuenta. Mi abuela siempre vivió con la creencia que esa maldita piedra fue la culpable de que su padre abandonara a su madre y que ella creciera en otros hogares, despreciada humillada por vecinos y parientes. Po eso decían que en esa ocasión mí abuela Victorina encontró la manera de vengarse de la piedra del gallo y a media noche cuando caminaba regreso a la selva por la carretera nueva, ya cerca de su casa la arrojó al fondo de un cantil. La pequeña piedra se fue rodando por la misma ruta donde por la mañana se desbarrancó aquél peñasco que parecía anunciar la muerte de Concho Romero.
Cuando crecí, con mis primos buscábamos entre los pollitos recién nacidos. Siempre apartábamos al negro más bonito. Pero al desarrollarse siempre nos decepcionaban porque sus plumas se tornaban amarillas o rojas. Eran giros o colorados. Ninguno salió completamente negro. Pensando en conseguir una piedra del gallo, me aprendí de memoria cada pasaje de la leyenda e indagué sobre la vida de Concho Romero.
Por las condiciones de vida en aquella etapa, encontré que el bisabuelo no necesitó ninguna gema encantada para tener muchas mujeres al mismo tiempo. Vi la foto que quedó de recuerdo, no era feo, podría decirse que el viejo fue muy guapo, pero además en nuestra región la Revolución Mexicana duró 18 años, de 1911 a 1929. En ese tiempo hubo incontables batallas donde murieron muchos hijos de Atoyac. Durante muchos años hubo muy pocos hombres en la región. Esa época le tocó a Concho, que como otros caballeros de su generación, se despacharon con la cuchara grande consolando a las mujeres solas y llevándose a las mejores doncellas. Cuando vino el reparto agrario Concho pudo agenciarse grandes porciones de las mejores tierras del rumbo. En esos días de investigación concluí que no hubo tal piedra del gallo. Simplemente mi bisabuelo aprovechó su época, y al final de su vida, lo que sí tenía, era mucho dinero.
