Édgar Pérez Pineda

Acapulco, 1977

En la SOGEM le apodaron El Acapulco. Quiso ser escritor y logró serlo a fuerza de charlas en las cantinas, a pulso, sobreviviendo la resaca en el mar que suele ser castigo doble. Vive en Zihuatanejo, en una casa con vista, queremos creer desde la envidia tiñosa. 

Muestra de obra

Ay, qué chamaca

Estuve a punto de besar una cucaracha. La atrapé jugando entre cazuelas de la cocina. La verdad es que no quiero besarlas pero dice mamá Juana que debo amar a los animalitos. Antes besaba a Sargento, el perro de la casa, hasta que un día me mordió el carrillo y me lo dejó marcado para siempre. Por eso ahora prefiero los insectos. Chapulines, arañas y gusanos son mis favoritos, pero los escarabajos saben raro. Dice mi hermano que es porque traen la cara abajo, entonces se ensucian de lodo y hace que sepan así. Tonterías, le dije. Aseguró que por eso se llaman “es-cara-abajo”. Entonces no entendía cómo miraban al frente si siempre llevaban la cara abajo. Para descubrirlo fui escarabajo por un día y metí mi cara al lodo. Cuando mi hermano entró a la habitación se burló porque estaba tirada en el suelo con mi cara pegajosa. Dijo que para ser un coleóptero honorable había que asumir un compromiso. No entendí pero dije que estaba bien. Acomodó sobre mi espalda el sillón de bola, me lo amarró con sábanas y me obligó a mascar la caca de Sargento. ¡Todo un escarabajo!, celebró. Corrí muy torpe hacia mamá Juana para que me viera hecha escarabajo y me diera un beso porque ella sí ama mucho a los animalitos; pero me dio un coscorrón y dijo: ¡Ay, qué chamaca tan pendeja! Entonces ya no sabía si era escarabajo o si era pendeja. Salí al patio a sentarme, como ella cuando tiene problemas, porque dice que se reflexiona y encuentra una solución. Yo me doblé hasta bajo y con la cabeza en el suelo descubrí a Sargento. Si no me hubieras mordido te daría besos y no debería amar a los insectos, me enojé, le dije ¡perro idiota! Sargento movió su cola y ladró queriendo jugar. Así que lo perseguí, lo atrapé, le amarré el sillón de bola y le embarré su propia caca en el hocico.

Adentro, mamá había llegado de trabajar y yo le dije: Sargento-es-cara-abajo. Y yo-gran-jefa-mamá-cara-pintada. ¡Ay, que mamá tan pendeja!, piensa que juego apache. Pero ella sí sabe que es mamá, aunque le digan como sea. Le platiqué mis aventuras con los escarabajos y le dije que yo quiero ser como todos ellos juntos. Ordenó que me bañara y dijo que acabaría con esta comedia.

¡Al otro día fuimos al Museo de Historia Natural! Había muchos insectos. Me gustaron esos que parecen palitos voladores. ¡Ella se salió porque le dio asco! Luego comimos en la tienda de hamburguesas y yo pedí una de escarabajo y la gente se rió de mí y me explicaron que eran de la carne de la vaca y no del insecto y yo pregunté si las vacas comen caca. Mamá dijo que mejor comíamos en casa.

Luego subí con mamá Juana a la azotea del edificio para coger la ropa limpia, entonces tomé una sábana y me hice un cuerpo y fui a pararme en el borde. La gente se a amontonó como insectos cuando se dio cuenta, me gritaban ¡no te estires!, o ¡no respires! Yo no sé. Sólo que Mamá Juana dijo: ¡Ay, pero qué chamaca tan rependeja! Fue cuando mis brazos aletearon y salté. La gente se volvió loquita.

Lo que ellos no saben,

es…

       que…

                ahora…

                           prefiero…

                                             las…

                                                        libélulas.

Horror con treinta años de retraso

¿Te ha sucedido? El relato de Allan Poe me devoraba la cabeza cuando sentí relampagueante y brutal el cisma de las epifanías que arrojan su brevísima luz sobre los abismos del alma. ¡Dios! Remonté la frase con cuidado y precisión extremos, tan despacio como párvulo absorbiendo sus letras primas del silabario: “…en la seguridad de la equivocación o el error de una acción cualquiera reside con frecuencia una fuerza irresistible…” ¡Mierda! Padecí calosfríos. ¿Cómo era posible que una sola idea viniese a explicar el misterio de los actos irracionales de toda mi vida? Depuse el libro y me dejé caer de espalda sobre la cama, apuntalé la mirada enhiesta en el techo descarapelado de mi buhardilla. El rumor de la lluvia era constancia de que mi devenir existencial se había pasmado y liberado al unísono. Nerviosamente, mi memoria actuó con precisión criminal al conducirme por oscuros recuerdos hasta situarme en la escena viva de aquel acontecimiento que, por su naturaleza inexplicable, al final tuvo que ser admitido como una críptica ocurrencia humorística, del orden de las cosas sin sentido, de aquello de lo que es mejor reírse antes que horrorizarse. Era de noche, por supuesto, yo era un crío que gozaba de unas vacaciones en una vieja ciudad de provincia junto a su familia cuando me puse a practicar funambulismo sobre el borde circular de la fuente mayor de aquella plaza, cualquier inocencia infantil, mientras la pileta amplia y sus fuentes barrocas lucían apagadas, los abigarrados caballitos Rubens, ahítos de brío y en reparo, no lanzaban heroicos chorros de agua por sus hocicos abiertos; sin embargo resultaba imposible asegurar que el interior contuviera agua, una superficie diáfana ofrecía la duda de ser un líquido en perfecto reposo o el fondo impecable de un estanque vacío. Entre efectos de luz mortecina de farolas del parque y sombras proyectadas por árboles, me fue imposible discernir, deplorablemente lo digo, porque ya había obedecido a la aciaga pulsión de mi alma y saltado abruptamente al interior e iba volando en el aire al mismo tiempo que seguía siendo inasequible precisar si había agua o no en aquella fuente. El viaje fue un santiamén vibrante de hesitación eterna. ¿Por qué fui incapaz de tranquilizarme, detenerme a pensar mejor la cuestión e introducir sencillamente la punta de un dedo para comprobar la existencia o no de líquido? ¿Por qué un alma como la mía goza tanto con la seducción de poder equivocarse? Así fue como sin pensarlo siquiera salté al interior, en una escandalosa apuesta ludópata, al más decantado estilo de Alekséi Ivánovich, en El Jugador, y caí dando un fatal chapuzón, al mismo tiempo que mi familia descubría azorada que el inquietante y ocurrente hijo menor había brincado al agua. Algo hizo corto circuito en ellos, no daban crédito. Mi reacción no les parecía normal. Mucho menos obtuvieron de mí una justificación racional. ¿Cómo iba a convencerlos de que sencillamente traté de averiguar si había o no agua, con la salvedad de que imprimí riesgo a la circunstancia? No había nada más que lóbrega e inescrutable metafísica donde se debía una respuesta. Cómo, si no tenía idea de que un mecanismo así operaba en mi psique, podría exponerles que mi consciencia infantil era arrastrada por… Aquí volví desesperadamente a abrir el libro de Poe y avancé en una lectura febril, morbosa, hasta llegar a otra de esas electrizantes y lapidarias frases góticas, cuyo efecto telúrico recorrió mi esqueleto en medio de una noche de fatales revelaciones. Aquí estaba el adagio, como soterrado en el delirante desván de los motivos humanos sin motivo, esperándome: “…perpetramos simplemente porque sentimos que no deberíamos hacerlo. Más acá o más allá de esto no hay principio inteligible; y podríamos en verdad considerar su perversidad como una instigación directa del demonio si no supiéramos que a veces actúa en fomento del bien.” ¡Ay! Arrojé ese libro como si me quemara las manos. Lo observé tirado en el suelo, me sabía desencajado como samaritana ante el Señor junto al pozo de agua, luego de cantarle la verdad de sus cinco maridos. Y dado que precisamente no debía hacerlo, lo hice, es decir, volví a los recuerdos de aquellas vacaciones. Nunca sabría expresarlo. Papá casi se mesaba en medio de un una vorágine de frustración e incomprensión de las causas profundas de las pulsiones de su vástago. ¿Estás loco?, insistía, son los únicos zapatos, con este frío seguro te enfermas. Mamá interrogaba por su parte, denodada en conservar una calma clínica, ¿qué era lo que me había motivado a saltar al interior de la fuente, si alguien me empujó, qué sucedió, en sí, qué es lo que había visto o sentido, por qué, por qué, por qué? Aunque deseé explicarlo, mi silencio fue el cementerio de Zaragoza donde Jan Potocki descubrió el Manuscrito. Papá me regañaba atronando como la tormenta de aquella noche. Subimos al auto y volvimos al hotel mientras continuó dispensándome una zurrada épica, que mi abuela arrostró solidariamente conmigo. En el fondo, el viejo tenía mucho miedo de que los actos de su hijo revelaran una anormalidad severa, había entregado su vida a enderezar el linaje. Anécdotas como ésta quedaron olvidadas en el álbum familiar; pero nunca se comprenderá que estas pulsiones son la resolución violenta de una lucha feroz, mortal, entre la realidad y la ficción dentro de mi cabeza. Entre la acción y la inacción de mi voluntad calcificada. Porque nunca se admitirá que esa clase de barbarie constituye una fuerza poderosísima, avasalladora. Es el sentido profundo del desorden, del inconsciente, la naturaleza del caos, como el mismo Poe titula el relato, es El Demonio de la Perversidad. Me puse a estudiar palmo a palmo el cascajo de cuarto de servicio en que vivía, la acumulación vulgar de mis pertenencias, la dinámica a trompicones de mi existir, el vértigo de mis apetitos insaciables. La frase continuó acribillando mi consciencia: “en la seguridad del error hay una fuerza irresistible”. Sentí horror por mí persona, por mi destino. Me arropé de pies a cabeza.             

Introducción a la muerte civil

Acapulco. 31 de julio de 2005. En la portada estaban Agustín Lara con su perfil cadavérico y María Félix dando un paseo en lancha, era una fotografía en sepia. Le molestó profundamente que una tal Guadalupe Loaeza viniera a contar una historia que no le pertenece: la de Acapulco. Sentía, dijo, como si hablaran a sus espaldas o tomaran sus pertenencias sin permiso. “¡Nacimos para ser engullidos por este cráter volcánico que es la bahía!”, se precipitó de repente gritándole a nadie en el baño. Terminó de orinar y trastabilló. Descubría que conectaba la briaga de ayer con la de hoy, que otra vez estaba ebrio como un barco, que más bien no había dejado de estarlo, todo atrapado en un limbo. No sabía exactamente qué hora de qué día era ni dónde estaba, excepto que en un baño de paredes blancas con un libro de Guadalupe Loaeza entre las manos, Acuérdate de Acapulco, sintiéndose ofendido porque alguien hablaba confianzudamente del puerto donde él efectivamente tenía una vida, no sólo un imaginario. De pronto se descubrió realmente encabronado. “Es que no mames”, argüía febril discutiendo con sus panas, pero en realidad estaba solo en el baño hablando consigo. El short mojado y pegado a la piel le recordó que estaba pasándola chévere en la alberca de una villa lujosa. Percibió su respiración pesada de Bacardí mientras hojeaba ese libro en el que aparecían fotos monográficas de Tarzán, Elvis Presley, John Wayne, los Kennedy, Tom Jones, Teddy Stauffer, Joan Collins, Ivana y Donald Trump, Elizabeth Taylor y más. No era cierto lo que decía esa señora ni esas fotos, aquélla era otra película; pero no la de él ni la de la gente natural de Acapulco. Fue cuando Loaeza irrumpió en el discernimiento del muchacho: “Pues no veo quién vaya a escribir esa historia, tan de ustedes los acapulqueños natos”. Uf. El man se puso animal. Quizá porque la mujer tenía razón al cuestionarlo: “¿Qué son ustedes los acapulqueños frente a la historia del mundo?”, lo tundió. Esa autora lo cacheteó idiosincrática y moralmente. “Agradezcan el haber tenido a la Pandilla de Hollywood, que al menos les heredó una identidad, algo de qué enorgullecerse y con qué formar parte del mundo.” Un relámpago de lucidez le hizo reconocer que llevaba buen rato personificando a Guadalupe Loaeza frente al espejo de un baño de una casa ajena. Pero había algo cierto y doloroso. ¿A qué sustancia puede alguien aferrarse en este puerto? ¿Al sol, al calor, al mar, a la brisa? ¿A la nada? Aquellas memorias “doradas” del Acapulco que se fue no emocionaban al personaje porque no le decían nada porque no eran las suyas. Él tenía otra historia, una más gris que esas fotografías ajadas del tono del mar cuando está revuelto, como son las historias de la gente corriente. La resequedad de los labios le exigió un buche de ron. Salió de aquel baño encestando el libro Acuérdate de Acapulco en el inodoro, junto al revistero, de donde lo cogió.