Ricardo del Carmen

Coyuca de Benítez

Tiene una sonrisa de niño, en el fondo es un costeño travieso, de una gran nobleza. Estudio ciencias políticas, pero es la literatura donde encuentra la manera de contactar el mundo. Entusiasta lector que le gusta levantar pesas.

Muestra de obra

LAS MONTAÑAS NO SON AZULES

Abuelo es una veladora y abuela lo quiere mucho. Está entre los santos, en el altar, con un bastón en las manos, sentado en una silla. Se ve muy flaco. Me han dicho que murió de una enfermedad que te deja delgado como palito. Abuela dice buenas noches y le besa. Abuelo duerme de una forma curiosa porque nunca se despierta hasta que abuela raspa el cerillo y le dice buenos días. Abuelo cambia cada semana. A veces trae un corazón encendido, a veces es una virgen, otras tantas es sólo blanco. Dicen que abuelo es milagroso, que cuando murió llovió fuerte, era enero y nunca había llovido como ese día. Yo le pido algunas cosas, pero supongo que está ocupado. Todos los santos están ocupados. Se tardan mucho en contestar o bien, nunca lo hacen. Abuela también les pide mucho, susurra nombres y lugares, por los que se fueron al norte, por los enfermos, por tía Juanita, por Pancho, dice. Son demasiados. Quizás por eso los santos se tardan en responder. Los entretiene. En mi pueblo los que se han ido hacia el norte sólo mandan dinero y un par de besos. Desde aquí las mujeres le contestan con la foto de un niño que apenas sonríe. Algunos regresan y construyen casas de cemento. Sus hijos visten ropa nueva, tienen juguetes. Otros nunca vuelven, se quedan en un lugar que se llama Paraíso. Abuela también pide por ellos. Madre dice que papá quería irse un día, pero le faltó valor para dejarnos. Qué bueno que no se fue porque abuela estaría llorando como llora tía Juanita.
El hijo de tía Juanita se llama Francisco, pero todos en el pueblo le decimos Pancho. Hace unos meses se fue al norte a probar suerte. Con él se fueron otros cuatro. Desde el día que agarraron rumbo, tía Juanita va a la iglesia, enciende una veladora y habla con la virgen, cuídalos, le dice, y luego se pasa el rebozo por la cara y sus ojos se ponen grandes y rojos, como ventanas bajo la lluvia. Entonces abuela dice que baje la cabeza, que no es bueno que la vea de frente. Pregunto por qué, y ella me contesta que porque sí. Yo sé que es por Pancho. En el pueblo dicen que no se sabe de ellos, que cruzaron por muchas ciudades, que tomaron un tren y que un hombre que se llama Pollero los llevó por un desierto. Algunos piensan que no regresarán porque el desierto es muy triste y la tristeza mata. Por eso abuela se preocupa por tía Juanita.
No sé mucho de los desiertos, pero si matan no me interesan. Sé que son tristes porque abuelo dejó un beliz con libros de planetas, geometrías y muchos dioses. En uno de ellos dice que, hace mucho tiempo, había un pueblo que construía una torre altísima para llegar al cielo y conocer a Dios, pero a Dios no le gustó la idea. Entonces Dios le pidió al desierto que se levantara como una tormenta gigante. El desierto se levantó grano por grano y dejó la base de la torre desnuda; luego, la torre se derrumbó sobre el pueblo. Murieron todos los hombres, las mujeres y los niños. Ya muertos, el desierto volvió sobre ellos y los sepultó en sus arenas. Nadie ha podido encontrarlos. Abuela dice que es verdad, papá y mamá también lo dicen. Yo creo que Dios debió interesarse por el pueblo.
Ojalá que tía Juanita no se convierta en un desierto.
En el pueblo donde vivo los árboles se han ido porque la gente no los quiere, son sucios, dicen. Es natural que los árboles se sientan mal y se vayan. En casa nos queda un guanábano, es alto y curioso porque no da guanábanas, sino limones. Cuando estoy aburrido, me trepo en él para mirar las cosas y la gente. Le he preguntado qué se siente ser un árbol. Rara vez contesta. Cuando lo hace, siempre es con el viento. Estoy seguro de que el viento es la voz de los árboles. Quizás, igual que tía Juanita, Guanábano extraña a su familia. Alguna vez le dije a abuela que tía Juanita debería intentar hablar por el viento. Me dijo que estaba loco. Yo creo que debería intentarlo.
Un día le pregunté a Guanábano hacía dónde quedaba el norte, Guanábano sopló a las montañas, y entonces supe que yo tenía razón. Por allá hay un río enorme que brota de en medio de los cerros como un chorro de leche. Las montañas que yo veo son grandes y azules y, por encima de ellas, no se ve nada más que un cielo que no para de crecer. Abuela dice que las montañas son azules porque reflejan al mar, que las nubes beben de El Chorro, suben, y entonces llueve.
Abuela sabe mucho, sabe de piedras enormes en las que puedes entrar, pero cuando regreses, el mundo se habrá terminado. Sabe que las luces en los cerros son tesoros escondidos. Aunque abuela sabe mucho, no sabe si Pancho y los demás regresarán. Dice que eso sólo Dios lo sabe.
Yo veo a las montañas muy lejos, pero padre dice que no es así. Ha prometido llevarme un día. Yo le digo que sí, que con suerte nos encontramos a Pancho y tía Juanita deja de llorar. Papá me mira en silencio. Sonríe como sintiendo lástima por mí.
Cuando vuelvo de la escuela saludo a Guanábano, le hablo de mis maestros y mis amigos:
—Hoy Mauri estuvo triste. Su papá también se fue al norte. Le dijo que cuidara la casa y él se ha preocupado mucho porque la casa está rota. ¿Qué voy a hacer si llueve, o si alguien se quiere robar los trastes?, dijo. Yo le dije que sembrara un árbol, que ellos son fuertes y frondosos, que ayudan cuando llueve y no duermen por las noches.
—Verás, Guanábano, no sé si quieras, pero le dije que tú podrías darle un hijo. Mauri necesita ayuda, alguien con quien hablar por si un día el desierto se pone triste y su padre no regresa.
Guanábano no contesta.
—Si no quieres, Guanábano, no te preocupes, conseguiré otro árbol.
Por la tarde pregunto a mamá por lo hijos de Guanábano. Madre dice que Guanábano nunca había tenido hijos, que hace muchos años, joven aún, Guanábano tuvo una fruta y la perdió, la rama en la que vivía se rompió, y la fruta, aún tierna, murió aplastada contra el suelo. Qué triste, pienso, y me levanto de la mesa.
Busco a mi árbol, Guanábano está en silencio, le digo que lo siento mucho y que, si quiere, yo puedo ser su hijo. Guanábano no contesta, se ve triste como noviembre. El viento se arremolina en las hojas. 
Mamá platica con abuela, le dice que nos estamos quedando solos. La gente se está yendo al norte, comenta. Es cierto, en la escuela, más niños quieren un árbol. He conseguido otros que se han plantado en los patios. Luchamos contra el desierto. A ellos le contamos lo que queremos, enviamos mensajes por el viento. Cuando las mujeres van a la iglesia a rezar sus rosarios, nosotros vamos a los patios a mandar besos, abrazos, te quiero mucho, regresa pronto.
No sé qué tanto habrá por el norte, mamá dice que todos van a buscar la vida.
¿Dónde está la vida?, le pregunto a Guanábano. Él mueve sus hojas suavemente, como encogiéndose de hombros para disculparse. ¿Dónde está la vida?, le pregunto a mi abuela. En el bolsillo, me contesta. Mete la mano en el bolsillo, el bolsillo está vacío. Me rio a carcajadas y abuela se ríe conmigo. Aquí está la vida, me dice.
Cuando viene tía Juanita, meto la mano en su bolsillo y me recuesto en sus piernas. Todavía no es un desierto, pero cada día está más flaca. Lleva plegarias en la boca y un rosario entre las manos. Tía Juanita, Pancho va a volver, madre dice que todos se van al norte a buscar la vida, le digo. Tía Juanita suspira profundo, me acaricia la cabeza y dice que ojalá Dios me oiga, luego aprieta el rosario entre sus manos y un padrenuestro se cae de sus labios.
Padre ha cumplido su palabra, montamos los caballos, atravesamos ríos, cabalgamos horas, llegamos a las montañas. Las nubes sí vienen, se esconden bajo los árboles y luego se van sin decir nada. Los ríos tienen cascadas y hacen ruido por todo el camino. De cerca todo es verde. Desde acá, el pueblo apenas se mira, encerrado en una nube gris, sin voces ni gentes. Del otro lado de la montaña, hay vida, gente que trae tierra en los pies, en el cuerpo, casas tan viejas como el polvo.
De regreso, corro y le digo a mi abuela que las montañas no son azules, que hemos llegado hasta el filo, por encima de El Chorro, y que atrás hay gente, casas, niños que caben entre los dedos y mujeres que se bañan desnudas en el río. Abuela sonríe con sus labios gastados, me observan sus ojos grises. Yo la veo grande, blanca, redonda como la luna. Me da un beso en la frente y me dice que el mundo es más grande que los ojos y más azul que las montañas. Te quiero mucho, le digo. Ella me abraza. Abuela es más grande que la luna.
Las campanas recorren el pueblo. Pancho y sus amigos regresaron en cajas de madera cruda. Tía Juanita no ha dejado de llorar y yo no quiero verla. Todos están con ella. Yo me quedé con Guanábano. ¿Qué se siente perder un hijo?, pregunto. Guanábano mueve las hojas en un suspiro que se prolonga por encima de todas las casas.
Que fue la bestia, platico, dicen que es un animal enorme que atraviesa los desiertos. Tuvo la mala fortuna de encontrarla de frente y ya no pudo levantarse. En los desiertos hace frío por las noches, tanto que el cuerpo se encoge. La bestia lo espantó y él permaneció tirado en la arena toda la noche. La noche le encogió los ojos y un pedazo de los pies.
Como no pueden dejarme solo en casa tengo que ir al velorio. Los rostros adoloridos están en la calle y el corredor. Algunas mujeres rezan, otras hacen la cocina. En el cuarto más grande está Pancho con la noche sobre los ojos. A un lado está tía Juanita. Abuela no se separa de ella. Me llama. Me acercó a tía Juanita y le digo que tenía razón, que Pancho volvería. Tía Juanita me abraza. Fuera cae una llovizna leve que enfría los cuerpos. La casa huele a copal y café. Me recuesto en la panza de mi abuela, ¿Tú no te vas a morir, verdad?, ella me dice que no, y guarda silencio.
Desde que Pancho y sus amigos regresaron, en la escuela nos hemos puesto de acuerdo para sembrar más árboles. Un día nuestros árboles serán más grandes que el sol, cubrirán las casas, terminarán con los desiertos y será imposible que no nos escuchen. Mientras tanto, voy con mis amigos ensenándoles dónde está la vida. Metemos las manos en los bolsillos. Los bolsillos están vacíos.