
Narrador de los viejos y buenos tiempos. De hondas raíces costeñas y pese que permaneció inédito durante toda su vida, construyó una obra que va de lo autobiográfico a lo político. Una voz literaria que, como muchas otras, estuvo a punto de perderse en el tiempo.
Muestra de obra
Lo que el ciclón nos dejó
Fue en ese momento en que un ventarrón violento deladeó las fibras casi sólidas y adelgazadas del aguacero que no hacía mucho había comenzado, cuando llegué a sentarme a la puerta. De pronto me cogió desprevenido la aparición de algunas parvadas de tejas que revolotearon en los espacios deshabitados y sobre los techos de las casas del barrio de La Loma. En ese momento, Casiano Roque colocó la silla, apoyando el espaldar en el otro batiente de la puerta, y luego se sentó, mascando un trozo de chicharrón, o mascullando una maldición entera, o haciendo las dos cosas a la vez: no lo recuerdo bien… Vimos, entonces, hacia el sur, volar tejas y techos, de asbesto y de calamina, hojas y ramas de árboles; luego, de las casas vecinas, maldiciones y exclamaciones llegaron pungentes a nuestros oídos; pero todavía no le concedíamos importancia a lo que mirábamos ni a lo que oíamos. Hubo un momento en que los hilos de lluvia se tendieron casi horizontales sobre el lomo aparente del ventarrón, y las antenas de los escasos televisores se agazaparon con torpe elasticidad y permanecieron, por cierto tiempo, pendulantes, en posición imprecisa, como aguja de brújula desorientada antes de ocupar la posición correcta de la meridiana magnética. Pero eran las antenas de la calle del centro las más alborotadas; por eso le pregunté a Casiano Roque:
—Oye, ¿cuál crees que se caiga primero: la de don Alfonso, la de Chata, la de doña Chilita o la de tu suegro?
—¿Tú, a cuál le vas?
—A la de tu suegro: ¡mírala cómo se acuesta y se levanta!: hasta parece catapulta: ¡mírala!
—Yo a la de la Chata… ¡Mírala, ya casi ni se levanta!… ¿Apostamos?
Le di palabra; pero no me la agarró, porque en ese momento escuchamos la voz de Malita, su mamá, que nos llamaba desde la cocina, en el otro lado de la casa. Una teja del techo se había medio corrido y por la rendija que se había formado se introducía un chorro que en su caída le mordía el arco a un sector del comal en que cocían tortillas, una orilla localizada entre dos tenamaxtles. Corregimos la corredura, colocando la teja en su posición anterior, y en lo que fuimos y regresamos, las cuatro antenas habían desaparecido, y los haces de lluvia se habían transformado en masas líquidas aéreas, turbulentas, embravecidas, y como fragmentos furibundos de olas marinas golpeaban las espalderas de las construcciones y reblandecían las paredes de adobe, minando la resistencia de las puertas cerradas al otro lado de la calle. Nos volvimos a sentar y seguimos bromeando como si nada, despreocupados. No hacía mucho que habíamos almorzado y esperábamos a que amainara la lluvia. Era nuestro propósito, ese sábado 15 de junio de 1974, aplicarle herbicida a la maleza que había en una milpa que la mamá y la hermana de Casiano Roque recién habían sembrado. Era ésa nuestra intención al salir de Acapulco la tarde anterior. A Copala, nuestra tierra, llegamos esa misma noche.
—¿Y si no se quitara en todo el día? —casi protestó Casiano Roque.
—Si no se quitara en todo el día —repetí—entonces estamos en los umbrales de un ciclón y, entonces, ten la seguridad de que no va a ser necesario que apliquemos el herbicida: ese terreno se inunda fácilmente y van a desaparecer maleza y milpa, o milpa y maleza, como mejor te plazca.
—¿Un ciclón en junio?
—Los ha habido en abril, en mayo, en junio… Precisamente en junio 16 de 1912, hace cosa de… 62 años, hizo uno, cuando dicen que se ahogó don Macario Figueroa, el que construyó la Casa de Altos.
—¿Un ciclón? ¿Y si se caen los puentes?, ¿Cómo vamos a regre- sar? ¡Ya Carmela anda en los días! ¿Ves? ¡Por eso no quería venir!
—Los puentes a veces caen solos…, como dicen que caían los aviones de México que fueron a la Segunda Guerra Mundial… Recuerda que el puente de Papagayo no hace mucho que fue arrastrado por la corriente, sin necesidad de ciclón…
—Oye, ¿qué es un ciclón?, ¿cómo se forma?
—Un ciclón es como… ¡vaya pregunta! Bueno, un ciclón es como un remolino: ¿has visto los remolinos que a veces aparecen en la calle, verdad? Bueno, pues, como sabes, un remolino es una corriente de aire seco que de repente comienza a levantar polvo, y este polvo comienza a dar vuelta y vuelta alrededor de un hoyo, ¿no?, recogiendo basura, papel, polvo y todo lo que se encuentra a su paso que sea ligero de peso, porque la corriente es débil; hasta que, finalmente, el hoyo se levanta y desaparece en lo alto, dejando caer todo lo que llevaba en su seno. Bueno, pues, más o menos así es un ciclón; sólo que más en grande, porque el hoyo tiene varios kilómetros, y la corriente es más gruesa y húmeda, y más pesada; por eso no se levanta tan fácilmente, aunque la velocidad del viento probablemente sea la misma. Hay varias causas atmosféricas que la provocan, como un vacío y una masa aérea húmeda en un ambiente uniforme, como la superficie del mar Océano, como decían los reyes católicos y sus contemporáneos, como Lucrecia Borgia y sus hermanos —le dije a Casiano Roque, para poner término a mi pseudoconocimiento; luego agregué:—Pero explicar la aparición de Lucrecia Borgia y de los ciclones es como meterse en camisas de once varas, o en el laberinto de Creta sin hilo y sin ninguna Ariadna en la puerta de entrada o de salida, que a veces es la misma.
—Bueno, pero, ¿por qué, entonces, si los ciclones son masculinos les ponen nombres de mujeres?
—Porque, precisamente, se trata de una perturbación provo- cada por una tormenta, que ambos son femeninos —le mentí, para salir del paso—. Además, depende del idioma en que se les bautice. Ahora bien: para llevar un registro de los mismos ocu- rridos en un mismo año, hay acuerdo internacional para que el primero que aparezca se le bautice con un nombre femenino que empiece con la primera letra del alfabeto. En este año, parece que ya han aparecido tres, bautizados con nombres que comienzan con las letras A, B y C. y si este es un ciclón, es casi seguro que su nombre comience con la letra D. Entonces, se llamaría, se llamaría… A ver, vamos a ver… Entonces mira: si tu mujer diera a luz hoy y te naciera una niñita, bonita, así gordita, ¿le pondrías el nombre de este ciclón?
—¡Jum! ¡Las cosas tuyas!… Es que no me gustaría que naciera y yo no estuviera allá, con ella.
—¡Ve, pues, mira!: si éste fuera un ciclón, le correspondería la letra D, como ya dijimos: entonces tu hija se llamaría Dorotea, Doris; se llamaría Daniela, Demetria…, o se llamaría Diotima… Eso: ¡Diotima! ¿Sabes quién fue? Bueno, fue una mujer sabia que conjuró una gran peste en la Grecia antigua y que posteriormente fue maestra de Sócrates en cuestiones amorosas, según el divino Platón.
—¿Diotima? ¡Ah, suena bonito! ¿Y qué significado tiene? —intervino Teyo, los codos clavados en el mostrador del changarro, el cuerpo cangúreo, es decir, piernas largas y tronco corto.
—Me parece que la palabra esa tiene como raíz el término o de sacerdotisa, o de diosa, o de servidora de los…
Pero ya no hubo tiempo de explicar con mayores detalles mi pseudoconocimiento: una ráfaga de aire envuelta en agua, o agua envuelta en aire, enloquecida y furibunda, penetró a la casa por la puerta en que estábamos sentados, empapándonos completamente y, de paso, derrumbando cajones, latas y frascos del changarro de Malita, la mamá de Casiano Roque; y que posteriormente derribó una tinaja con agua de tamarindo, convirtiéndola en tiestos a los pies de la joven Mona. Nos levantamos ainos, como decían Cervantes y Quevedo. Sorbí el agua que me escurría por el abultamiento de los labios; me sequé la cara con el antebrazo, y como vi que Casiano Roque había quitado la silla, cerré la puerta inmediatamente: corrí el cerrojo y le tumbé la aldaba, y al dar vuelta observé a Mona estupefacta, silenciosa, los ojos inquietos y grandes, que lo mismo miraban al techo, chorreante, que al cúmulo de tiestos que yacían a sus pies, la minifalda a medio muslillo y el agua escurriéndole por todo el cuerpo. Iba yo a ordenar no sé qué, cuando escuchamos la voz de Teyo, quien había desaparecido no sé cómo. Una torrentera exterior, después de reblandecer y perforar un adobe, penetró al seno de la casa y la atravesaba de pared a pared, insólita y bronca; por eso Teyo daba voces. Corrimos hacia el patio interior, por el lado de la cocina, desde donde Teyo nos había llamado. En efecto, la corriente de agua ya había desbaratado un adobe y amenazaba a otros cuatro. Al reconocer la gravedad del daño, grité:
—¡Contramaestre Casiano Roque! ¡Pronto, póngase la escafandra! —le dije, señalando un viejo costal—; baje por estribor a calafatear esta carabela.
Esta orden dada en tono festivo aligeró un poco el semblante sombrío de Mona, que nos había seguido, y que enseguida empezó a parpadear con cierto brillo en los ojos y a respirar normalmente.
—¿Escafandra? ¿Carabela? ¿Ora tú crees que…?
—No le hagas al tonto —lo interrumpí—; anda: recoge el costal y póntelo en la espalda, para que no agarres un resfriado, y para que no se te descomponga el african look, ponte ese sombrero vie- jo en la cabezota estropajosa, y sal: agarra los tabiques, aquellos que están allá, al pie de la bugambilia, y tapa el boquete ése, si no quieres que en menos de una hora esta vieja casa se nos venga encima.
Teyo y Mona volvieron a entrar. Casiano Roque, indeciso, permanecía parado en la puerta de la cocina, con el costal en la mano y el sombrero en la otra; miraba al patio y al ventarrón que agitaba la bugambilia como si la quisiera desbaratar. Pero cuando Teyo se arremangaba el pantalón y las mangas de la camisa, y yo, como buen escudero de caballero andante, ayudaba a Casiano Roque a vestirse el costal y el yelmo de xoyamíchitl, escuchamos ese rugido bestial y exterior y, enseguida, un horrísono fragor que se precipitó sobre el techo y el techo sobre el changarro, desbara- tando cajones de lejía, cartones de galletas, destripando bolsas de detergente, abollando latas de manteca, quebrando armazones de madera y despedazando jícaras, tinajas y garrafones, a escasos centímetros de donde estaba parada Mona. No vi cómo, no supe cómo, pero corrí, casi por instinto, contra la claridad que repentinamente penetró por la puerta; alcancé a Mona, quien, en un decir amén, recorrió el espacio entre el changarro y la puerta, destrabó la aldaba, descorrió el cerrojo y se precipitó gradas abajo, a la calle; la alcancé a coger de una mano, y la detuve, momentos antes de que adelante, a dos pasos de nosotros, se estrellara un alud de tejas provenientes del otro lado de la calle.
—¡Ah, qué Mona ésta! —le dije, en el momento en que dejé de sentir esa corriente extraña, pero anquilosante, que me había entiesado momentáneamente la espina dorsal. Luego, con cierta dificultad, volví a cerrar la puerta y escuché: primero los rugidos exagerados, casi mitológicos, del viento que azotaba los techos, las paredes, las puertas; vi, después, las miradas sombrías, las conciencias aparentemente tranquilas o amedrentadas, los instintos sueltos y despavoridos de los demás.
(Fragmento de Lo que el ciclón nos dejó, Praxis, 2012)
