Noé Blancas Blancas

San Juan Mina, 1972

Caminante de paso quieto y poemas claridosos, es en la narrativa donde ha forjado una parcela lingüística de jugosos frutos. Su prosa es fina, como sombrero de mil vueltas. En su voz está el camino que lleva a Tierra Calor.

Muestra de obra

Los días que faltan

—Ora muy dinero.

—Bueno, si no quieres dinero, ¿entonces qué cosa quieres, má Vito?

Má Vito sonrió entrecerrando los ojos, como siempre que pedía un favor, sabiendo siempre que no podían negárselo.

—No, Patricia –y entonces se le apagó la mirada–, no quiero que me pagues los pinzanes. Nomás quería preguntarte si puedes echarme las cartas para mi guachita. Que amaneció bien mala.

La vio paradita cerca de la cama, con su cotoncito blanco, que Toñita le hizo, ahora que está yendo a la costura, y hasta se sobresaltó má Vito porque no le vio los ojos, nomás unas manchas en su carita; y al abrazarla luego la sintió bien caliente, y le puso lienzos y lienzos de agua fría. “Ésta no es gripa”, le dijo a File, que se despertó al momento. Y nomás esperó que clareara, agarró un puño de pinzanes, que las niñas habían traído del potrero de don Tanis, y se fue para donde vive Patricia. Dejó a Chunchito en su cunita, donde la acostaba de recién nacida, una cunita que colgó del caballete, como una cajita, con sus barandalitos labrados, y a esta edad todavía bien que cabía. Y gracias a Dios que aquí estaba Patricia, que cómo platica, pobrecita, que con la alma y la vida quería ayudarle siempre. “A ver si no sale que esté espantada mi niña; porque así de chiquita, de espanto no se me cura”.

—Sí, má Vito, cómo no. Pásale, aquí adentro te las voy a echar de una vez. Yo luego dije, desde que te vi en la tranca, má Vito trae novedad, bah, no trae ni su trenza. Y ayer las vi pasar a todas tus hijas, y vi que le dieron para el potrero de don Tanis, yo venía del pueblo, y como no vendí todas mis trenzas, los puros detres, nomás me alcanzó para mis chiles y jitomates, y como yo no me gusta venir con la canasta vacía, dirá la gente ahí va la que nunca vende sus trenzas, mírala, con su canasta sin nada, que me echo dos piedras, para que no se viera que venía de balde, y aquí también encontré novedad, bah mis hijas tumbaron mi Lenchito, lo vine a hallar con su boca bien hinchada… Pásale, ahí fíjate que está el escalón, no te vayas a caer.

“Cómo pues está tu casa, Patricia”, le decían sus clientes, “bah, está hasta abajo”. Y sí pues, pensó má Vito, como bajar a un pozo sin aire y sin luz, pues no había ventanas, y la tierra del adobe olía a húmedo. Tenía que prender una vela para alumbrar, y apenas se veían las cartas en la mesa. “Pero entonces cómo puedo ver el humo”, pensó má Vito, porque el cuarto estaba lleno de humo. Se sentó Patricia y ella también, porque sintió que si se quedaba de pie podría echarse a andar por aquella cueva, y quizá hasta encontraría a sus abuelos y sus tíos y todos los fieles difuntos que entonces ella no tenía, más que los muertitos de su mamá, y cuando ponía su ofrenda se la ponía a ellos: “No, pues, tú aún no tienes difuntos”, le decían, “gracias a Dios”. Y así como iban cayendo las cartas, má Vito también iba cayendo más y más abajo, y así iban apareciendo los rostros, caras nubladas, mujeres descoloridas; ella frente al espejo y en el espejo la tía Mónica, que la recibió de nuera; la tía Salta, má Lela. Todas, vírgenes, en sus nichos, a las que Patricia les ponía cabello de verdad, en la iglesia, y les hacía sus vestidos. Y las cartas quedaban un momento suspendidas en el aire, y má Vito flotaba también en esa silla tan deforme, con sus patas hechas de ramas chuecas, como un insecto muerto, bocarriba, al que se le han sacado las crías. Suspendida, sin alcanzar con los pies el suelo por los surcos que los clientes habían formado debajo de la silla, de tanto esperar, de tanto mover los pies de atrás hacia adelante, mirando caer las cartas, sin dejar trenzar, los dedos vertiginosos, un ripio entre otro, raspando el suelo de atrás hacia adelante, un ripio entre otro, abriendo en la tierra el hueco, el agujero, que ahora obligaba a dejar los pies suspendidos en el aire. Y má Vito no traía trenza, y sólo trenzaba sus dedos, con los pies colgando, como los de un niño que no alcanza el piso al sentarse.

Así Chunchito. Tomaba su chocolate sentadita en la mesa, moviendo los pies de atrás hacia adelante. Y hasta por eso la acomodaban siempre en el pretil, para que no moviera tanto los pies, y ella feliz, porque lograba apoyar los talones entre los ladrillos del pretil, y entonces no tenía que pedir más pan, sino que se alzaba y ponía el estómago sobre la mesa y alcanzaba la canasta y tomaba otra rebanada, y a veces resultaba que derramaba el chocolate, y todos a gritarle: “¡Ya ves! ¡Pero si te están diciendo estate quieta!”. Pero má Vito, no. “A ver, dame tu taza”. Y le ponía un poco del suyo. “Aquí hay más. Y ora sí, siéntate, porque si quieres más, no hay; si se te vuelve a caer, vas a comer bola”. Y la sonrisa de Chunchito, y sus ojitos haciéndose chiquitos, y la risa raspándole la garganta, como si estuviera bebiendo sorbos de risa.

—…a ver, má Vito, y ahora sí, voy llegando y las guachas sueltan el llanto. “¿Qué pues les pasa a ustedes?”. Y se va asomando mi Lenchito, con su boca toda hinchada. “Y este cabrón qué le paso”. Y me dice la más grandecita: “Es que estábamos jugando al toro, con Chico Simón, que él no quería ser toro, que quería ser medio toro y media vaca, y entonces yo fui el toro, pero yo siempre reparo muy fuerte, y Lencho no se agarró bien, y que se me cae y fue a dar su boca en la horma de los sombreros”. “Y por eso lloras”. “Sí, porque la otra vez que se nos cayó nos pegaste y hasta nos correteaste con la vara”. “No –que le digo–, ahora por eso estás llorando. A ver, tráeme a ese cabrón. El día que crezca ahí va a andar borracho por las calles, gritando, igualito que su padre, que murió de briago, entonces sí no se va a andar fijando que se le rompa el hocico, ahí lo voy a ir a encontrar rodado, si ofrece hasta miado… ¡y ustedes creen que yo les voy a pegar por eso! A ver, tráiganme a ese cabrón”. Y que me lo dan, y que lo sorrajo en el suelo, y suelta el llanto. “Ándale, chilla, talísimo, chilla orita que tienes madre, no cuando andes ahí de borracho, por tu culpa tus hermanitas ahí están todas espantadas”.

—Ay, Patricia, cómo le haces eso al niño, si no iba a ser borracho, tú ya le diste ese destino. Mira, Patricia, te voy a interrumpir, yo te estoy esperando con la consulta… ya vi que echaste tus cartas una vez y las volviste a echar, dime, pues, qué le pasa a mi niña.

—Má Vito, tu niña está espantada.

—Anda, tú…

—Pero bien harto. ¿Entonces ya viste que tiré varias veces? Veo unos cuernos, es un animal macho, pero es mala seña, má Vito, no te quiero acongojar, pero es mala seña, bien harto mala. Y es que fue la mala hora, y la niña está chiquita… Y mira, má Vito, ¿verdad que ayer se fueron tus guachitas al potrero de don Tanis? Seguro fueron a los pinzanes. Y qué te parece que luego presentí en los pinzanes que me trajiste: traen mala sombra. Seguro en el potrero se espantó.

De espanto los niños chiquitos se mueren. Les da calentura y pueden durar días en cama, y se mueren. Martincito no se le murió; lo agarraron los malos espíritus, los chanes, allá en el arroyo, y su padrino lo estuvo limpiando, y no se le murió, pero él ya estaba grandecito. “Y hasta la vi a mi Chunchito. Tiró la última carta Patricia y la vi junto a tía Mónica. Y Patricia hasta se puso pálida, como que se dio cuenta de lo que estaba viendo; y nomás hizo como que volvía a acomodar las cartas, y las volvió a tirar y hasta empezó a hacerme la plática”. Los niños chiquitos de espanto no se curan. Y hasta algunos grandes, como tía Julia Rayos, aunque ella porque le hicieron daño; y también Ambrosio el Tren, que luego resultó que también le había dado remedio su nuera. “Pero no mi Chunchito. Ella se me va a curar”.

—Entonces, Patricia, si fue espanto, ¿que no has de querer ir a limpiarla? La vas a ir a limpiar y mi niña se va a componer, ¿a que sí? A lo mejor tarda días, pero con los rezos y las limpias se le va a ir el espanto, ¿tú qué dices? Porque los niños chiquitos se mueren de espanto pero sólo que nadie los limpie, ¿verdad, Patricia? A lo mejor dura tres días, ya ves que eso dura el espanto, ¿pero la vas a curar, verdad, chula?

—Mira, má Vito, tu niña se va a componer, no te acongojes. Orita mismito me voy a limpiarla. Pero no nos vamos juntas, mejor tú vete pal pueblo, y tráeme estos recaudos, que los voy a ocupar, pero vete por la orilla del río, que hay harto albácar, y tráeme unos manojos, porque yo tengo nomás un tantito, y es harto lo que voy a ocupar.

—Sí, porque yo digo… Bah, los niños chiquitos si los limpian no se mueren.

—Pero, má Vito, ya estás aquí.

Patricia vio cómo Victoria, nomás salió de la tranca, y apretó la carrera, con su rebozo en la cabeza, tapándose del sol que ya iba encumbrando, agarró la calle derecho, y ya para llegar a la esquina del finado Pascual se cruzó con tía Lena Ruiz, le dijo una razón y se quedó parada, se vino tía Lena Ruiz, pasó frente a ella, y regresó con una canasta, que má Vito recibió y volvió a agarrar la calle, sin detenerse, y dobló en la esquina. Entonces soltó el llanto.

Chunchito nació el mismo día que su hija Rafita. Y Rafita nació mal. Nomás vivió tres meses. Y cada vez que veía a Chunchito le ponía las manos en su cabeza, con sus trencitas bien apretadas y el cabello endurecido por el limón. “Así estuviera mi Rafita, como tú, así estuviera ella”, le decía siempre. Y por eso a veces se iba toda la tarde a trenzar al patio de má Vito, nomás para ver a Chunchito; agarraba su manojo de ripio y su zacualito de agua y se iba allá a trenzar sus detres para los sombreros, se llevaba sus guachitas, “ándelen, para que vayan a jugar”. Y hasta aquella vez dejó güila la perra de tía Lena Ruiz porque se le aventó a Chunchito, que estaba comiendo unas patitas de pollo, cómo le encantaban, y le estaba aventando los huesitos a la perra, que ahí se la pasaba, y en una de ésas, la perra le avienta la mordida, pero no la alcanzó a morder, y empieza a llorar la niña, y no encontró Patricia otra cosa que aventarle, se levanta y agarra la silla donde estaba sentada, y se la avienta a la perra, y no le jerró, le fue a dar la silla en el cuadril, y se fue rengueando la perra.

—¡Ándale, Patricia, creo ya dejaste renga la chingada perra!

—Ojalá y Dios quiera que así quede, ¡para que otro día no se le ande aventando a mi niña!

Y ya corrió má Vito y la cargó, le dio un pedazo de pan blanco para el susto. Y sale tía Lena Ruiz, lo bueno que no se enojó que engüilaron su perra, nomás le dio risa que el animal no podía ni pararse.

—¡Está re bueno, chingada perra! Siempre anda nomás detrás de uno…

Y al rato, ya se consoló la niña, y Patricia agarró su manojo de ripio, y ya se sentó, se puso a trenzar de nuevo. “Así estuviera mi Rafita”.

Todo lo que quería ahora era ir a verla, a rezarle, “a saber dónde se habrá espantado mi niña para ir a levantarle la sombra, seguro que fue en el potrero de don Tanis”, aunque no le pagaran nada. “Ora muy dinero”, diría cuando volviera a ver a Chunchito jugando y má Vito le volviera a preguntar “Patricia, dime pues ¿cuánto va a ser por la limpiada?”. Si a cuantos otros niños no había curado, y muchos que ni le pagaban. Pero nunca le había salido en las cartas lo que ahora acababa de ver. Ni siquiera alcanzaba a entender lo maligno de la consulta, nomás un sabor amargo se le quedó en la boca, y la visión de una bestia, como si fuera andando sobre pozos. Y que nunca quiso seguir aprendiendo con don Pascual Sidronio, que tanto le rogó, “me voy a morir y nadie va a aprender todo lo que yo sé”, pero también don Pascual que no quería cualquier cosa, nomás la quería a ella, y por eso ya no siguió yendo, y todavía ya tantito antes de morir cuántas veces la mandó llamar, “aunque no me pagues nada”, le mandaba razones, pero a ella le entró la desconfianza, “ahí nomás me va a pepenar”, y para entonces ya estaba casada, “al fin, con las limpias y las levantadas de sombra y las rezadas ya bien que puedo ir comiendo”. Pero qué iba ella a saber que le iba a pasar esto a Chunchito, que no la espantó cualquier cosa, ni los malos espíritus ni un ánima en pena, fue algo grande. Hasta le estaba doliendo la cabeza de lo que había visto.

Agarró el traste de los pinzanes y se fue hasta el fondo del patio, donde estaban los matones de quiebreplata, y se llevó la barreta, hizo un hoyo grande y ahí echó los pinzanes con todo y charola, y los enterró bien, y luego le roció agua bendita. “Ni Dios lo quiera que vayan a nacer aquí los pinzanes, les voy a decir a las guachas que vengan a arrancar cualquier mata que vaya a nacer”. Y no, pues, nunca más volvió a crecer nada ahí. Hasta cuando se casó su hija, y su marido levantó ahí su casa, no quisieron que esa parte del terreno quedara adentro, quedó del lado de atrás. Así como enterró los pinzanes, se fue Patricia corriendo para la casa de má Vito. Fue a encontrar a la niña en los brazos de Toñita. Ya no tenía calentura, ya no lloraba, nomás se quedaba mirando con los ojos muy abiertos, pero bien que se veía que no miraba nada. Le hablaban y la niña no contestaba, como si tampoco oyera, como si ya no estuviera ahí.

La sacó Patricia para el corredor, la acostó en su catrecito y empezó a limpiarla.

—Mira, Toñita, muéleme estas ramitas en el metate, échales el agua bendita. Y tú, Florcita, estátele echando alcohol en sus piecitos, quítale sus huarachitos y úntaselo, hasta arriba, hasta sus corvitas. Y vámosle rezando. ¿Qué, Chemita ya sabrá rezar? ¿Sí, tú misma le diste la doctrina, Flor? Dile que se venga aquí, con nosotros. También tus hermanitos. Y tío File. ¿Se fue a buscar el chivo? ¿Cuál chivo?

—Bah, pues, tía Patricia, ya nos acordamos que ayer la espantó el chivo a mi hermanita.

—¿Y dónde andaba el chivo?

—En el potrero de don Tanis. Nos mandó mi mamá a cortar pinzanes, que ahí se dan bien bonitos, para el atole, para ponerlos a secar. Como ves que mi papá ahora ya recogió la calabaza, y hay harta semilla, y mi mamá la endulza, ya nomás con un atole de pinzán, cómo le encanta a mi mamá. Y nomás cuando vimos mi hermanita no hablaba, se le trabó la boca, y no sé cómo me volteo y ahí estaba el chivo. Un chivote colorado, y agarro el chicol y le doy en su mera cara. “¡Sácate, bestia!”. Y corre Flor a abrazarla. Y yo dándole con el chicol al animal, picándole con el chicol, se lo hubiera clavado, le quería yo ensartar el chicol, y no se iba el condenado animal, hasta que se acerca don Tanis que ese ratito le fue a dar agua a sus vacas, con otro chicol y le da en las costillas, para ver que ahora sí el animal nomás meneó la cabeza, que apenas podía cabecear con los cuernotes, y le dio para el arroyo, y se fue don Tanis correteándolo, pero ahí lo perdió, en el arroyo.

—Pero don Tanis ya no tiene chivos.

—No, no era de él. Porque también él se espantó. Quién sabe de dónde salió la bestia. Y clarito vimos que a la que quería espantar era a Chunchito, porque a nosotros nos agarró de espaldas, no lo vimos ni por dónde llegó, y se fue derecho con Chunchito.

—¿Y de ahí?

—No, ya de ahí, ya ni acabamos de recoger los pinzanes, agarramos la morrala y nos vinimos para la casa. Pero llegando, aquí estaba tía Lena Ruiz, que vino a oír el radio, que porque iban a anunciar quiénes les tocaba ejido, ella con la esperanza de que le tocara un pedacito por su marido que acaba de morir, y no, qué pues, no salió en la lista. Y ya empezó a platicar, ya ves cómo nos hace reír. Empezó a contarnos de cuando era chamaca. Se nos olvidó. Nos fuimos a dormir. Y ya cuando nos acordamos, mi mamá se había ido para tu casa, y que le decimos a mi papá. Y él nomás nos oyó y agarró el salón y se fue a buscar el chivo, que lo va a matar. Pero bah, quién sabe si lo encuentre, porque a nosotros se nos perdió.

—Pues ahorita nomás que acábemos de rezar, yo me voy para el potrero, a levantarle la sombra a mi niña. Pero voy a esperar que regrese tu mamá, que la mandé para el pueblo a traer más remedios, porque necesito el albácar.

 “¡Dios mío, me falta el albácar!”. Se detuvo má Vito, y sin bajarse la canasta de la cabeza se pegó más a la cerca de Ángel Cruz, qué bonitos se veían los manojitos de ajonjolí, ya listos para las ramadas. “Y dónde me habrá dicho Patricia que está el albácar que aquí no veo ninguna mata, si ofrece, había allá atrás, que yo vengo pensando nomás en mi guachita”. Ahí estaban, medio ralas, medio enjutas, pero con eso le alcanzaba a Patricia, al menos para la primer limpia. Les sacudió las raíces y las aventó, así, al pulso, a la canasta sobre la cabeza. Y apretó el paso. Se fue pegando a la orilla del río, dejó que el agua le mojara los pies, que sentía que se le quemaban, y hasta se quedó parada sobre la piedra.

—Y te falta que un día crezca el río y se lleve tus animales —le aconsejaba su tía Mónica, cuando la recibió de nuera, y Victoria, que aún nadie le decía má Vito, le dijo: “No, tía Mónica, a mí mi mamacita me enseñó de todo, a guisar, a coser, a lavar, a poner mi nixtamal, a llevar la comida al campo. Hasta a criar me enseñó, porque yo cuidé mis hermanos”.

Y tía Mónica, con su manita tunca, con esa costumbre de mirar siempre a otra parte mientras hablaba, como si no le alcanzara la vista para mirar más allá de todas las cosas:

—Ay, hija. Uno nunca sabe a qué se casa uno. Tú sabrás guisar, pero falta que te llegue el día que no tengas qué guisar, ni qué recalentar. Mi comadrita Juana te habrá enseñado a lavar bien la ropa, pero falta el día que se te nuble el sol aunque tengas el jabón. Falta el día que amanezca tu nixtamal acedo. Que no llegue una noche tu marido, aunque sepas atenderlo. Sólo entonces vas a ser mujer. Porque a una lo que le falta, Victoria, no es casarse para ser mujer, a una lo que le falta es vivir. Te falta el día, hija, que por más tú que sepas criar tus hijos, se te muera uno. Sólo entonces vas a ser madre de a de veras.

Aquí le gustaba tía Mónica venir a lavar. No al arroyo.

—Bah, tía Mónica, el arroyo está más cerca, ¿por qué pues quieres que vengamos hasta acá?

—Ay, hija, el arroyo es agua sucia. El arroyo tiene espíritus antiguos, porque aquí no pasó el águila. Y el río es agua limpia, no se encharca. Nomás cuando se embarbasca, entonces sí no hay que venir al río, contimás si estás embarazada. Pero esta agua es agua limpia. A que fíjate, aquí la gente no se espanta. Y las muchachas, a que fíjate, cuando se huyen, porque el muchacho no las pide, nomás rodean la casa, le dan pal arroyo. No le dan pal río.

Ésta era la piedra. Aquí lavaba la tía Mónica, y luego también ella, una piedra larga, que el río no se llevaba nunca. Ese día vio a Filiberto con un cincel y un marro haciéndole canales, como si estuviera tallando el mismo río. Venía ella con Wiliulfo, que la había acompañado a la plaza.

—Bah, qué haces, Conejito —porque así le decían a File, que ya andaba de músico, y en la música a todos les ponían apodo. Y a él le tocó que le decían el Conejito.

—Aquí, le estoy haciendo canalitos a la peña, que tía Mónica cómo le gusta venir a lavar en esta piedra.

—Bah, ¿y si viene otra gente, que le guste cómo quedó la piedra? Bah, no es tuya. Ni para que le quites a otro que la venga a usar.

—Ah, no le hace, pues, Wiliulfo. Si a otra gente le gusta. Como dices, bah, no es mía.

Y Victoria se le quedó viendo. Y hasta por eso Wiliulfo ya no siguió platicando, nomás le hizo señas con la mano:

—Adelántate, Vito.

Y todavía ya para doblar en el bajial de los Espiridiones, Victoria seguía oyendo el cincel de Filiberto. Quién iba a pensar que estaba haciendo los canales para ella, que la iba a hacer su esposa.

Luego File quiso ponerse a trabajar sus tierritas:

—Yo me quisiera ir a sembrar, porque ya me dijo el abuelo Martín que aquellas tierras del bajial son para nosotros. Pero entonces voy a dejar la música y tú qué vas a hacer. No va a haber dinero.

—Ora muy dinero. Vete, File. Tú siembra. Yo voy a ver aquí cómo te mando la comida. Nomás no me digas que por qué te mando chipil o quelite o combas machas, o por qué recalentadas.

Y también cuando hicieron su casita:

—Vete, File, a hacer los adobes. Llévate a Pedrito, de algo te ha de ayudar.

Y luego, para poner el tejado:

—Llévate a Zacarías, ya bien que puede cargar las tejas. Déjame a Martincito para que te lleve el jarro de comida.

Y también cuando quisieron escarbar el pozo de agua.

—A ti no te haga. Ya Toñita bien que me ayuda con las tortillas.

Y después, cuando ya muchos le decían má Vito, hasta su prima Patricia, que era casi de la misma edad:

—Ándale, File, acércate a la mesa. Toñita te hizo las tortillas y Flor el cajete de chile y Chemita te doró las pepitas.

Y Chunchito nació el mero 15. Ya no la conoció tía Mónica, que le decía:

—¡Ay, Victoria! Cómo fue tu fortuna que te hiciste mujer sin sacrificios. Gracias a Dios, mi madre –porque así le dijo ya para morirse, en lugar de hija, “madre”–. Yo, mírame, no supe ni quién habrá sido mi madre. Perdí mi marido. Perdí hasta mis hijos. Si no fuera por File, y por ti, madre, yo quién sabe quién sería.

Un espasmo le sacudió el cuerpo, un golpe en el estómago, por dentro, como si se le hubiese reventado una vejiga, una enorme vejiga negra y pestilente. Un frío que le explotaba en la espalda, que la hizo brincar para atrás, y se le fueron los pies a má Vito, se le resbalaron de la piedra y hasta por poco se le cae la canasta de la cabeza.

Fue un estruendo. Y tuvo que transcurrir toda una eternidad antes de que má Vito reconociera el trueno. Porque eso fue lo que fue. Un trueno.

Hubiera querido creer que era algún cohete de algún santo, no, ¡cuál santo!, si hoy no hay ninguna fiesta. Porque fue lo que había sido, un cohete. Vino el segundo. Y otro. Y otro.

—¡Es cohete! ¡Es mi niña!

Má Vito apretó la carrera, entre las piedras del río, aún con la canasta en la cabeza. Y no la dejaban correr las piedras, y se le enterraban los pies en la arena, pero no era arena, era el agua que le salpicaba la cara y le enredaba los pies en los tobillos, y no sabía si quería correr de veras o no moverse, sumergirse en estos alaridos que los cohetes le arrancaban a los paredones del río. Cayó má Vito. Rodó la canasta entre las piedras. Eso era lo que no me deja correr. Y si se acaban los cohetes. Si dejan de sonar los cohetes. Que sigan, que no dejen de sonar los cohetes. Agarró la canasta con las dos manos, la levantó a todo lo largo del brazo, con todo y los remedios y el rebocito que vio en la plaza y que le quiso comprar a Chunchito para ahora que se aliviara, un rebocito blanco, como el de ella, el que le dio File el día de su boda, y que al otro día vino a lavarlo al río, la agarró del asa y la hondeó así, con todo el brazo y la aventó al río, se fue rodeando la canasta, dando de volteretas, y la alcanzó a ver sumergiéndose poco a poco en el río, que se la fue llevando, y el rebocito blanco, como un hilito de agua, tratando de recordar la cara de Chunchito viva, cuando cargaba su muñeca de piedra. Porque aquella vez que la trajeron al río, la primera vez que la trajeron al río, de dos años, de tres, ella se puso a lavar su corpiñito, ándale Chunchito, enséñate a lavar, ahí encontró esa piedra, di tú pues una muñeca, se le formaba bien la cabecita y el cuerpecito, haz de cuenta una niña envuelta en su cobijita, y Chunchito ya no la quiso dejar, aunque apenas y podía cargarla, regresó a la casa con su piedra, y ya después Martín le puso sus ojitos, bien curioso que era Martín, le pintó la carita con cal, y le puso sus ojitos con tizne, y su boquita. Y así quería recordarla ahora, sonriendo, con la cara requemada por el sol, porque cómo le encantaba jugar debajo de la parota, que sembró File, porque le dijo tía Mónica, “bah, File tan bonito que está tu patio y que no tiene ni una parota”, qué buena sombra que daba la parota en la tarde, pero no en la mañana. Chunchito. Que se quería dormir siempre con ella, sin llorar, sin hacer berrinche, nomás como que no se quería desprender de sus brazos, ya en la noche. Cenaba, mi niña, tomaba su lechita con su rosquete, y quería que la cargara, y la cargaba yo, y ya no se quería bajar, porque todavía ni siquiera aclaraba bien las palabras, “¿mama contigo sí?” Y má Vito: “no, usté ya está grande, ya le toca dormir con sus hermanas”; y Florcita y Chemita y Toñita también: “vente, mita, súbete a tu cama”, porque no le decían manita, nomás mita. Chunchito. No la hubiera dejado dormir ni una noche con sus hermanas, nunca, la hubiera tenido siempre cargando, en mis brazos, aunque se enojara File. Chunchito.

Entró corriendo a la casa, Toñita corrió a recibirla en la tranca pero má Vito ni siquiera se detuvo, atravesó el patio y ya frente al corredor, ahí se quedó parada. En el pretil estaba Chunchito, en su cunita, porque la pusieron en su cunita que colgaban del caballete cuando estaba recién nacida, ahí la pusieron en cuanto vieron que ya no respiraba. Le pareció que le estaba sonriendo, bien peinadita, que Toñita todavía alcanzó a peinarla, con sus trencitas y sus listoncitos rojos, como cuando se la llevaba a la costura, ándale Chunchito, ya te bañaste, te voy a hacer tus trenzas, con harto limón, bien apretadas, y la veían en el taller de costura, que vino a inaugurar el profesor Panuncio, ¡pero mira nomás, toda su cara de tía Mónica! Y Patricia jalándose los cabellos, arañándose la cara, pobrecita Patricia, di tú que se le había muerto su propia hija, que por segunda vez se le había muerto su hija. Se le fue acercando File, y má Vito no le conocía esa mirada de hombre sempiterno, no lloraba, nomás la acariciaba con aquella mirada, como la había acariciado aquella vez, a la orilla del río, mientras él tallaba la piedra, y ella lo miraba haciéndole los surcos a la piedra diciendo bah, pues como tú dices, no son de mi propiedad las piedras del río. Y al verle esa mirada le dijo má Vito: “Mi hija, File. Mi hija”. Y él: “Tu hija, mi madre, Victoria, madre santa”.

Y todos sus hijos ahí, trenzados junto a ellos. Y Toñita mirándole también esa mirada, que se le quedó fija sobre Chunchito, que la tenía cargando, merito a medio día, y empezó a apretarla cada vez más fuerte entre sus brazos, y habría pasado así mucho tiempo, que hasta Toñita creyó que pronto iba a anochecer y quizá hasta faltaría poco para que ella comenzara a envejecerse, y vio también cómo File envejecía, muy despacio, muy de poco a poco, anciano, abuelo, patriarca, sin soltar a Chunchito, como si fuera haciéndose de piedra, hasta que ya al final de los tiempos levantó la cara, y Toñita no dejó de verle esa mirada, sus ojos borrados, una mirada sin ojos, que a ella la abrasaba, y se sintió ella dentro de esa mirada, que ardía, que incendiaba por dentro, que detenía para siempre la respiración. Entonces ya corrieron todos, y todos la fueron cargando uno por uno, y ya entonces File descolgó la cuna, y fue Toñita y sacó del baúl su vestidito verde, que le regaló su madrina Salustria cuando cumplió tres años, que acababa de cumplirlos, “mira Victoria, le mandé hacer su vestido a mi Chunchito, de esa tela que te gusta, de cebolla, le dices tú”.

Y entonces má Vito vio, debajo de la parota la muñeca de piedra, que ahí la había dejado Chunchito, de que merito estaba jugando cuando salieron Toñita y Flor y Chemita a los pinzanes. “Tráemela, Patricia, tráeme su muñeca”, y Patricia se la dio, y se la puso má Vito en el pechito de la niña. Y luego habría de pedir que la dejaran encima de su tumba, cerca de la cruz. Ahí donde File dejó también los cuernos del condenado chivo, que lo fue buscando hasta más allá de la Loma del Huarache, que lo fue a encontrar echado debajo de un corongoro, y que nadie se lo fue a reclamar, y que ahí mismo, en el lugar donde lo mató le arrancó los cuernos. “Te llevaste mi hija, cabroncísimo, pero no te vas a llevar otra. De aquí ante Dios que no te vas a llevar otra”. Y ahí quedó la muñequita. Má Vito le hizo su vestidito a la piedrita. Y cuando iba a verla, se llevaba un retacito de tela, su aguja y su hilo, y ahí, en la tumba, se sentaba má Vito, como ahora todos le dicen, hasta las de su edad, como Patricia, sus nueras y sus yernos, y hasta Reycita, que nació años después y para hacerla enojar le dice “má Vito” en lugar de mamá, y se ponía a zurcir el vestidito, recordando lo que le decía tía Mónica:

—Ay, hija, el día que remiendes un vestido, no para tu hija, no para tu nuera, sino para tu hija muerta, entonces vas a saber lo que es ser madre.

Tomado del libro Los días que faltan.