
Lleva en su nombre la penitencia: ser Punk en la playa. Qué más castigo que ése. Eso, por sí solo, es un acto performático: ¿Habrá gel y maquillaje y utilería que aguante? Es mayor de lo que parece y aunque flirtea con la prosa y el periodismo, es en realidad un cronista. Un apuntador de la realidad. Un observador borracho pero eso no hace que la realidad sea menos real de lo que es. Su verdad no será la de todos, pero qué importa si cuando la cuenta se ríe por dentro, como dark que se respete.
Muestra de obra
TRES ESCENAS ACAPULQUEÑAS
ANTES DE LA GUERRA
Esto pasó hace mucho tiempo, muchísimo antes de que entrara en vigencia la nueva Constitución, que prohíbe la concentración de más de seis personas que no sean familiares sin permiso de las autoridades.
En esos tiempos era costumbre ir a las playas cuando se organizaba algún concierto. Se prohibía el consumo de drogas como la mariguana, y desde entonces comenzó a gestarse lo que ahora vivimos.
Al principio fueron los retenes en los lugares más inesperados. Por esa razón era muy riesgoso andar con la yerba o pipas entre las pertenencias. En esos buenos tiempos aún era posible burlar la ley con formas en cuya simpleza radicaba su efectividad.
Una de estas formas, para llevar mariguana a la playa sin grandes peligros, era vaciar cigarrillos comunes, mezclar mota y tabaco y rellenar cuidadosamente los cilindros de papel con 20 por ciento de tabaco y 80 por ciento de mota. Ya sé que parece un desperdicio de tabaco, pero estamos hablando del año 2011, todavía se conseguía en el mercado legal. Así solía hacer, y en una ocasión, de regreso de la playa, el camión en el que iba fue detenido en un retén de la Policía Federal (antes de que le cambiaran el nombre a Policía Militar Nacional) y mis testículos visitaron de nuevo mi garganta, porque recordé que traía siete de los cigarros especiales que no me fumé por estar alegando con una borracha sobre música.
Paseando drogas, qué pendejada. No lo hagan, es temerario, en serio.
Debía ser por lo tatuajes, el corte de cabello, los accesorios, no lo sé, pero tengo imán con los policías, así que invariablemente, cuando me ven, no se aguantan las ganas de requisarme. Deben ser los accesorios.
En fin, durante la revisión de mi mochila sacaron todos los artículos que contenía, entre ellos la cajetilla de cigarros, siete especiales, tres normales. Los tomó, me los devolvió y dijo “dámelos”, con tal de que no pareciera que me los estaba robando.
Rápidamente pensé que era mejor entregarlos, a pesar del riesgo, porque negarme habría hecho que se enojara, y nadie quiere a un policía enojado durante un cateo.
Regresé al camión, avanzamos tres cuadras hasta una avenida, me bajé y tomé otro camión para alejarme lo más veloz que se pudiera del retén, por temor a que encontraran mis queridos cigarros y me arrestaran.
Esa noche, al fumar mi pipa, pensaba en la suerte que había tenido y cómo me había escapado de situaciones igual de peligrosas.
Mientras tanto, en otro lado, lejos, un agente descansa para fumar un cigarro, y desde la primera bocanada tiene la repentina sensación de que su vida no es tan miserable.

QUIÉN IBA A PENSAR
Pienso que soy libre, y quizás, ante los ojos de los demás, no lo sea, pero la libertad es un asunto tan personal, que el hecho de pensar que soy libre, me libera. Tengo la libertad de pensar que soy libre. Este país es mío. Lo puedo disfrutar a mi antojo.
Por eso, no encontré ningún problema en orinarme en la playa. Sin embargo, no lo quise hacer tan descaradamente, estoy en la Papagayo y a cada rato pasa la tira, sé a lo que me expongo. Lo más discreto que pude, me acerqué al mar y desabroché mi pantalón para sacar la manguera y echar mi chorro, y de paso, para sentir la brisa marina en los huevos.
En esas estaba, muy relax, justo estaba descargando bien rico mi vejiga (tenía tres horas cheleando) cuando vi a dos policías acercándose:
–Buenas noches, joven.
–Buenas noches.
–Sí sabe que está prohibido orinarse en la playa ¿no?
–Así es.
–Entonces por qué lo hace.
–No estaba orinando.
–Cómo no, si te estábamos viendo desde allá –señala una pila de
muebles de playa. El otro agente habla en clave por su radio.
–Pero eso no es delito, además no pueden estar aquí, es zona federal.
Nosotros cuidamos en todo Acapulco –dice con una sonrisa de “bienvenidos turistas”.
–¿Pero aquí qué tiene de malo?
–Hay muchos lugares en la Costera donde puedes rentar un baño… a ver ¿por qué lo hicistes aquí?
–Ya no me dio tiempo llegar
El policía se ríe burlón
–Son faltas a la moral.
–¿Y merece arresto?
–Depende de ti.
–Nada más traigo cincuenta pesos, pero están en monedas.
–Pues ya qué, aunque sea para el teléfono.
Saco las monedas, y por la peda que traía, una se me resbala entre los
dedos. Me agacho a recogerla.
–Déjate esos diez varos, para tu chela.
–Pero traigo envase de caguama, las caguamas cuestan veinticinco.
–¿Te vas a poner mamón?
–Es la verdad, cuestan veinticinco.
Le dice a su compañero:
–Háblale a la camioneta, ya me cagó este chilanguito.
–No soy chilango.
–Me vale madres, pendejo –suelta una cachetada.
–Quédese con los diez pesos, pues –el otro golpea mi cabeza con la
mano abierta y me esposa.
–Ya valistes madres.
Las luces rojas y azules de la patrulla irrumpen en la noche acapulqueña, rebotan en las nubes y se proyectan sobre el mar. Caminamos a la patrulla mientras pienso: “qué porquería de país. Ni una pinche meada podemos echar a gusto».
–¿Puedo llevarme mi caguama?

OFFICE XMAS PARTY
Hay algunas leyendas urbanas que se cuentan sobre Acapulco que son ciertas. Dos de ellas son que te la puedes pasar chido con poco dinero y que el puerto desinhibe a los tímidos. Hasta las abuelas más conservadoras sacan su bata de verano para quemarse las patitas en Caleta.
La desnudez del cuerpo y el alma se facilitan en el trópico, debe ser por el calor, no lo sé, pero aplica igual a la población nativa que a la foránea. Incluso hay personas que viven en ciudades muy cercanas a Acapulco y que en cuanto pisan la bahía se transforman.
Por ejemplo, mi regla es no quitarme la camiseta para meterme al mar hasta que lo haga alguien más gordo y con el cuerpo más deforme que yo. Siempre termino en el mar.
Así le sucede a un amigo mío llamado Chequespier. Él es de Chilpancingo, una comunidad rural que está rumbo a la Ciudad de México, pero cada vez que llega al puerto, se viste diferente y actúa diferente. Trabajamos en la misma compañía, así que nos encontramos en la fiesta de Navidad de la oficina en diciembre pasado.
Tan buena estuvo la pachanga, que fuimos los últimos en salir del salón de fiestas, pero no por nuestra voluntad, sino porque ya se había acabado el güisqui y nosotros queríamos seguir bebiendo.
Nos dieron unas botellas de ron para que nos largáramos. Eran las siete de la mañana. Fuimos a uno de los lugares tradicionales del puerto para beber al aire libre, la pequeña explanada en donde está el monumento dedicado al buzo Apolonio Castillo.
Pues bien, estábamos en ese lugar, disfrutando de la salida del sol y del alcohol, en compañía de otros compañeros y algunas chicas de la oficina, cuando un hombre como de 40 años, moreno, 90 kilos, trató de cruzar la avenida, con dos bolsas de Oxxo, una en cada mano. Nada tendría esto de raro, sino que el cabrón ¡iba en tanga! Para acabarla de chingar, blanca y de mujer.
–No mames, y yo que no me quiero meter al mar porque no traigo bermudas y mira a este cabrón –me dice Chequespier.
–¿Por eso te agüitas? Si quieres yo voy contigo para que no te dé pena.
–¿Neta wey?
–¿Qué? ¿No somos amigos?
–A huevo, vamos.
Nuestros camaradas nos vieron, divertidos, hacer a un lado las cubas y meternos en calzones al mar. Afortunadamente ese día me puse trusa, y además no estaba muy agujereada.
Lo chido es que la mía era negra, más o menos nueva, pero la de mi compa Chequespier era blanca y estaba ya tan viejita que parecía de papel, por eso, cuando salimos del agua, expuso todo lo que prohíbe el pudor, con la natural risa de los demás.
Quiero pensar que se reían nada más de él.
Una de las compañeras, Karenina, estaba botada de la risa al verlo.
Cheque aguanta vara, pero pues también se agüita, así que me propuso meterla al mar, vestida, para ponerla a nuestro nivel y que no se notara tanto nuestra incorrección.
Ella es una chica ruda, por eso no se dejó atrapar a la primera.
Corrió hacia la avenida Costera y ahí vamos nosotros detrás, picados en el orgullo, correteándola.
Dos cabrones en calzones, chorreando agua, persiguiendo por la avenida a una morena descalza y en vestido de noche. Imagino que los automovilistas que pasaban por el lugar pusieron la misma cara que pusimos nosotros cuando vimos al de la tanga.
