
Marillen es acapulqueña. Nació un día que su padre estaba borracho: guiño a Vallejo. El padre, la orfandad, la literatura y el género son los temas que recorren su trabajo que apenas comienza.
Muestra de obra
CADÁVER DE UN HOMBRE INVENTADO
I
Papá es un desaparecido en la memoria.
Papá no tiene cuerpo, no tiene rostro,
solo tiene un nombre.
El sustantivo basta para buscarlo
entre cuerpos apilados en los recuerdos.
Quizá desapareció en las calles de mi infancia
o perdió su cuerpo días antes de que yo naciera,
cuando deambulaba por las avenidas de Acapulco
buscando mensajes en botellas de alcohol
(quizá una dirección para encontrar a su padre).
Se busca un desaparecido solo con su nombre
mientras pienso en la soledad de una palabra
huérfana de referente.
II
Papá es un nómada.
Se le escapó tantas veces a la ciudad,
que perdió su derecho a tener una ubicación.
Su cuerpo se desgastó tanto a la intemperie,
que terminó convertido en un fantasma.
También es cierto que hay una hora de la noche
en que la ciudad te devora
si no te resguardas en una casa.
III
Mi padre no tiene cuerpo
por eso no puede encontrarse en ningún lugar
por eso ninguna casa le bastó.
La geografía es solo para los que tienen cuerpo.
Papá se burla de los que compran el espacio.
Dijo que solo necesitaba un pedazo en cualquier sitio
donde tenderse a dormir,
por eso nunca se hizo de un lugar propio.
Papá tampoco quiso habitar en la memoria.
IV
Recurro a mi madre
para hacer un retrato hablado.
Escucho testimonios de personas que lo vieron
días antes de que yo naciera.
Hojeo mis recuerdos.
Desapareció.
V
El nombre inquieta la memoria.
Papá no puede ser un sustantivo abstracto,
pero no hay cuerpo.
Hay un payaso de juguete
hay muñecas en una caja rosa
hay la espera inacabable por la llegada de un hombre
que me llevaría a comer helado.
Pero no hay cuerpo.
Yo nací un día en que papá se emborrachó.
VI
Mamá dice que papá buscaba a su padre
que un día tomó su carro
y se marchó para buscarlo en la Sierra
pero nunca lo encontró.
Esa es su herencia:
la búsqueda inútil
de lo que no tiene
coordenadas geográficas.
VII
Voy a inventarlo.
Voy a crear a mi padre
de la costilla de un sustantivo.
A imagen y semejanza
dibujaré su cuerpo
en el hospital donde nací.
Tendré un padre hecho de grafito.

“APOLOGÍA DE LA MUJER QUE FUI”
Sobre los espejos
¿Cuántos espejos deberíamos tener? ¿Cuántos reflejos necesitamos de nosotros mismos? Un espejo grande para poder mirarnos el cuerpo entero; uno pequeño para centrarnos solamente en el rostro. ¿O necesitamos solamente dos espejos paralelos como los que tenía Charles Foster Kane en su mansión de Xanadú (Ciudadano Kane) para obtener un reflejo infinito de nosotros? Fuera de su uso decorativo el espejo es de uso individual, pues nadie necesita un espejo para mirar al otro sino solo para mirarse uno mismo. Gracias al espejo reconocemos nuestras formas, nuestros cuerpos, descubrimos el diminuto lunar que desde siempre había estado en la mejilla, nos percatamos de la espinilla que brotó esa mañana, conocemos las dimensiones de nuestros rasgos. Sobre los espejos Ángela Carter escribe: “Yo era el sujeto de la oración escrita en el espejo […] Los espejos son objetos ambiguos. La burocracia del espejo me provee de un pasaporte para el mundo; me muestra mi apariencia”. Gracias al espejo no nos sentimos ingrávidos ni incorpóreos; el espejo nos proporciona un exterior para andar por el mundo.
Si como dice Schopenhauer el mundo es nuestra representación, es decir nosotros producimos el mundo, pero a su vez estamos incluidos en él y por ello también somos representación, entonces ¿cómo vernos a nosotros mismos? Somos la parte del mundo que nos está vedada. El espejo es, por lo tanto, uno de los medios por los cuales podemos conocer nuestra propia imagen. Mirarse al espejo es la manera más rápida de responder a la pregunta ¿cómo saber que yo soy yo? Aunque también es cierto que puede ocurrir que al mirarnos no nos refleje a nosotros sino a un otro con el que no logramos identificarnos.
El espejo es también un testigo del tiempo. Clitemnestra, en un cuento de Marguerite Yourcenar, solo se da cuenta de que han pasado diez años desde la partida de Agamenón cuando se detiene frente al espejo y se percata de que su cabello ya es gris. El espejo nos acecha como un vecino, desde su casa de reflejos. Ya nos ha contado Borges que Poe en un texto sobre el decorado de las habitaciones menciona que los espejos deben colocarse de tal manera que una persona sentada no se refleje, puesto que podría provocarle cierto malestar. ¿Qué clase de malestar? Pienso que el originado por la incomodidad de ser observada por ella misma, el absurdo de ser actor y espectador a la vez.
El espejo es pues un testigo que a veces preferimos evitar: no mirarnos al espejo nos ayuda a conjurar lo que desagrada de nuestro cuerpo, tal como Safo que “cuando se baña, se da la vuelta para no ver sus senos tristes en el espejo”. Hubo un tiempo en que yo misma evité los espejos: ellos ya no me devolvían la imagen que por tantos años había reconocido como mía; ahora me devolvían una versión extraña de mí misma, una versión monstruosa. Hay que decirlo de una vez: la imagen de un cuerpo golpeado. Evitaba los espejos para sentirme abstracta. Pero los espejos tienen memoria. En otro espejo mi ojo fue un eclipse de golpes; en otro reflejo, el espejo escribía: “esa mañana ella no se parecía a ella, su cara estaba deforme, hinchada y morada”. Parecía que había otra en el espejo; parecía que los espejos se habían rebelado contra mi imagen, arrebatándome el pasaporte para el mundo. Al final, esa otra se quedó atrapada en el espejo —¿ya les hablé de que todo lo que se mira aunque sea una sola vez en el espejo queda para siempre engullido en su memoria?—, no quise traerla a la realidad.
El rechazo hacia los espejos ocasionó que me quedara sin rostro. Fue entonces que alguien más se encargó de dibujarlo: de ser una mujer que fue violentada por su pareja, pasé a ser, por común acuerdo entre la gente, la mujer infiel. No había realidad en ello pero era creíble que una mujer lo fuera. Sin un espejo, mi nombre y su imagen habían quedado fracturados.
La escritura es un espejo, no en el sentido mimético[1] sino como una forma de autorretratarnos, de situarnos ante nosotros mismos. La hoja en blanco es un espejo hueco. La violencia hacia las mujeres será un espejo hueco mientras no se escriba sobre ella, mientras no sea contada por las víctimas sino por los agresores. Estas palabras intentan llenar los espacios vacíos de mi historia; estas páginas son el espejo en el que al fin se atreve a mirarse la mujer que fui. Soy una testigo.
Una mujer frente al espejo
Debí haber sido Eva y desobedecer a Dios; debí haber sido Scherezade y contar mil y un cuentos para evitar mi muerte. En algún momento pude haber sido Safo y lanzarme al mar desde una roca o, como lo describe Yourcenar, saltar desde la barra del trapecio en el circo: “Safo se sumerge, con los brazos abiertos como si quisiera abrazar la mitad del infinito, dejando tras de sí el balanceo de una cuerda como prueba de su partida al cielo […] Y pronto los peones no tendrán más que halar sobre la arena ese cuerpo de mármol cálido, chorreando sudor como una ahogada en el agua del mar”. Imagino que ese cuerpo era el mío pero también hubo una red que detuvo la caída. Mejor dicho: yo misma tuve que tejer la red mientras hacía acrobacias con la muerte. Hubiese preferido también ser Clitemnestra, Madame Bovary, Ana Karenina.
Y sin embargo, apenas fui un pedazo de carne golpeado, colgado de un gancho dentro de mi cuarto. Fui un cúmulo de golpes, un amasijo de cosas machacadas. El espejo, la memoria. Mirarme al espejo es sumergirme en el río de Heráclito. El río era otro; yo era otra. Años atrás el espejo me devolvía una imagen monstruosa de mí misma. Un cuerpo tapizado de manos y objetos: una mano abierta repitiendo un gesto infinito y doloroso en cada mejilla, otra en los brazos, muchas en la espalda; una mano cerrada como parche en el ojo derecho; un collar de dos manos en el cuello, que apretaba mucho; el pedazo de una puerta blanca de madera en el brazo izquierdo. Esa puerta que ojalá solo hubiese podido abrirse para mí. Fui una moribunda. Como ya dije, hacía acrobacias con la muerte, mientras el cirquero aumentaba el grado de dificultad de la pirueta, para crear un espectáculo sin espectadores, o si los había nunca los vi, quizá miraban y escuchaban tras bambalinas, en silencio.
Ahora soy una estadística. Según el INEGI de los “46.5 millones de mujeres de 15 años y más que hay en el país, 66.1% (30.7 millones) ha enfrentado violencia de cualquier tipo y de cualquier agresor, alguna vez en su vida”. Y de éstas el 43.9% ha enfrentado agresiones de su pareja actual o la última a lo largo de su relación. Soy una estadística, pero la red que me construí evitó que formara parte del número de mujeres que son asesinadas a diario por sus parejas. Mentira. No, no me salvé. Yo también soy ellas.
Ahora en mi memoria los golpes conviven con mi primer día de escuela, y yo tan pequeña me asusto, corro y me refugió en mi salón de clases; ahora los golpes conviven con una canción de Queen. Recuerdo: “No estamos tan mal, a otras mujeres las maltratan peor” me dice mientras vemos cómo afuera de la universidad un joven maltrata en la calle a su novia, sin que nadie haga algo. ¡Al menos él lo hacía en la privacidad y comodidad de la casa!
Y yo lloro debajo de mi nombre, de esa palabra que inventó mi madre para significar lo que yo llegaría a ser; sí, esa palabra caprichosa y arbitraria que es mi nombre pero que, aunque tan alejada esté de mí como una metáfora de su verbum proprium, también yace amoratada. Mi nombre fue golpeado junto conmigo. Mi nombre también lleva el ojo morado y le duelen los brazos y no logra sostenerse a sí mismo sobre su significado.
Mis estadísticas personales son éstas: 7 mujeres de las 13 que conforman mi familia más cercana han sufrido violencia por parte de sus parejas; de las 6 casas en las que he vivido en distintas ciudades del país (Acapulco, Chilpancingo, Cuernavaca), en 5 de ellas he tenido vecinas que han sido golpeadas por sus parejas. Pero esto es algo que no se cuenta ¿cierto? porque es vergonzoso; porque las veces que he intentado contarlo surgen miradas reprobatorias, la lástima, la voz que dice “es mejor que no cuentes esa parte de tu vida”. Y entonces regresamos a la hoja en blanco. Pero si callar un hecho es quitarle su existencia, entonces contarlo es darle forma de realidad, por lo que se vuelve necesario el decir. Hipotiposis. Se trata del viejo prodigio de Dios cuando creó los cielos y la tierra a través del verbo: “la función de la Palabra en las cosmogonías. Dios habla y las cosas se hacen” escribe Cioran. La mujer que fui es ahora una palabra que se pronuncia. Es una oración que puede confesarse como se confiesa una caída en la calle, como se cuenta que te perdiste en una ciudad que no conocías, o quizás sí pero no importa; que se cuenta sin que te cuestionen, te juzguen, te criminalicen. Que se visibilice. Que resuene.
Cómo salir del laberinto
Este laberinto, a diferencia de los laberintos borgianos, no es infinito. Hay una salida. El espejo puede usarse como lo usó Perseo en el país de las Gorgonas para evitar que lo petrificaran. En este laberinto también hay un hilo. Esta vez Teseo es una mujer, Teseo soy yo, y es Ariadna la que me tiende el hilo. Ariadna también soy yo. Metalepsis de los estereotipos; me he salido del marco. Ya no hay por qué evitar los espejos.
[1] Claro que como constata Borges en Manual de Zoología fantástica los espejos no siempre imitaron el mundo por lo que no se les puede adjudicar enseguida una función mimética.
