René Rueda Ortiz

Chilpancingo, 1984

Narrador de misterios y dealer de libros antiguos. En sus ojos habitan los sonidos del chirrión y en voz, los castillos de pólvora. La academia no le ha desgastado el gusto por el té de Toronjil y su pasión por los callejones.

Muestra de obra

Tema de la pastora

I

…Deseo que mis conocidos mueran, antes que todos los soldaditos de carne y hueso que ahora invaden el mundo y antes que todos los soldaditos hoja de maíz, juntos. Aunque estos no mueren, se queman, se secan, son olvidados.
Mi hermano tuvo tres, hace mucho. Los soldaditos caían con las tremendas pedradas que él les aventaba, pero nunca morían, sino que brincaban igual que mi gato Marcos cuando las pulgas se lo querían comer. ¿En qué lugar soñará mi gato extraviado?
Marcos rondaba techos y bardas; montaba perras, lamía chichis. ¿Qué será de él si me he marchado hace tantos meses que deberían ser fríos, pero están más calientes que el potro oscuro de mi infancia?
Los recuerdos surgen sin contención, saltan de un sitio a otro, de mi hermanito al Marcos, del Marcos al potro, como si mi cabeza fuera un bule cargado de pedruscos que alguien agitara.
Ahora veo al potro, tengo diez años. Soy baja de estatura, rodillas polvorientas, cabellos tiesos. El potro sacude la tierra del corral, porque anda de unas ganas que sería capaz de montarle a todo lo que se mueva. Tiene la nuca erguida, los ojos bien separados y un nervio erecto que hace que mis orejas se calienten y que mi corazón se hinche de vergüenza. Pronto el llanto desbordará mis ojos, mis ojos recién deslumbrados por aquel suceso que me obligó a huir:
Terminaba de lavar los trastes cuando el último jicarazo mojó mi blusa. Me fui a cambiar al cuarto que compartía con mis hermanas. Al entrar, vi a mi hermana mayor debajo de Antonio Villada, quien resoplaba como toro e intentaba partirla en dos, igual que lo hizo conmigo una tarde en que me dijo que aquello que me hacía era nomás un sueño. Después de mira lo que Villada y mi hermana hacían, eché a correr hacia la calle.
Para alcanzarla había que atravesar el corral, donde el potro encarreraba su gana e iba por mí, desenvainado. Fue entonces cuando hui, fue el principio de mi andar. Abrí la tranca y pisé la caliente empedrada. Nunca volví la vista. Caminé, corrí. Pensé que de esa o de otra manera me habría ido.

II

Hace dos meses, de mañana, un hombre vestido con harapos vino a buscarme. Estaba yo en un jacal, tendida sobre un catre, atada de pies y manos. Llevaba dos años atada, porque decían que estaba loca. Ya no iba con mi familia a la milpa, ni me dejaban pastorear a los chivos. Antes de irse, revisaban los nudos con que me ataban. No querían que nadie supiera de mí, pretendían mantenerme así, quién sabe hasta cuándo.
La mañana en que el harapiento llegó, yo estaba sola. El calor se arrejuntaba en el techo de palma, las hormigas habían fabricado un hoyo en el piso de tierra que mi mamá apisonaba cada semana. Yo no hacía más que pensar y pensar locuras. Suponía que en cualquier momento, Marcos rasgaría el techo y entraría para cortar mis nudos y llevarme con él, como su hembra. Me hubiera gustado ser hembra de gato, para no sentir vergüenza cada vez que alguien me amara o me odiara.
Siempre creí que Marcos no era un simple gato, sino un enviado del más allá: un animal que me prepararía para cosas mayores. Quizá me lo envió la muerte, para cuidarme de ella o para familiarizarme, o para descubrir el verdadero rostro de las personas.
“Tus odios serán poderosos, pastora”, me dijo el harapiento. Yo abría la boca en busca de palabras, pero lo único que brotaba era saliva. El harapiento deshizo fácilmente mis nudos. Cuando me dejó libre, le eché mis piernas. Después de todo era un hombre o tenía cuerpo de tal; tenía lo que yo necesitaba luego de dos años en cautiverio. Él me quitó la ropa y me miró con ojos de potro. Entonces ya no supe si era un hombre, un demonio o mi imaginación que deliraba. Quizás era tan sencillo como decir que un nagual me acompañó desde siempre, y que tomó la forma del potro, allá en mis diez años, para hacerme huir por vez primera, porque ya había trazado planes para mí.

III

En aquella primera huida, mis pasos fueron bordados por el miedo a que me descubrieran y me llevaran de vuelta a casa, donde me aguardaría una tunda, y también los ojos enfurecidos de mi hermana mayor, y una segunda oportunidad para la bestia. Por eso trataba de avanzar a ras de suelo. El pajón crecido me guarecía. Al atardecer, dejé atrás el último corral del pueblo y, al caer la noche, trepada a un árbol de zapote, escuché una voz quedita que, entre sollozos, quiso contarme una historia, pero me negué a escucharla.
Decidí apartarme de la carretera. El hambre y la sed llegaron pronto. Me tuve que alimentar con yerbas. Bebí de los charcos que el torrente de junio producía. La voz quedita iba allí, la sentía vibrar en alguna parte de mí. Trataba de no escucharla, al principio opiné que era resultado de mi angustia, pero venía de otro lado.
Me perdí en la falta de energía. Mi ánimo se consumía cada vez que ocurría un tropiezo o un día infinitamente soleado. Las primeras noches me persigné y le rogué al crucificado por la salud de mi madre; ya después no tuve ni tiempo de acomodar mis manos en cruz, pues me derrumbaba sin quererlo y sólo me despertaba el canto de los coyotes, a quienes jamás atisbé.

IV

Si dicen que vivimos nada más para un acto que nos construya, y el mío fue la mañana en que, dicen, me volví loca, no hago mal si palabreo sobre lo que nos ocurrió antes, porque en ese antes no sólo está lo mío, sino lo de mi familia, lo de un viejo licenciado con el que viví en la Ciudad del sur, lo de los sueños que ahora ya no sé si son míos o de alguna más, si me los heredaron o me los robé, si desperté una madrugada y, al mirarme desnuda, confundí mis sueños con un batón ajeno y me lo puse, y anduve desde entonces soñando cosa que no tenían nada que ver conmigo.
A lo mejor fue en el internado de Odresta donde mis verdaderos sueños se quedaron, hasta que otra niña se los vistió y se fue a ser feliz el resto de mi pinche vida.  A lo mejor fue en Odresta. Ahí tienen a la nenita Eli, la futura pastora, la misma loca. Allí estaba con sus zapatos relucientes, sus calcetas blancas, su falda tableteada, en fin, con la toalla de la primera menstruación y dos trencitas atadas con listones azules. Feliz por la felicidad de los otros que la iban a arrumbar en aquel internado en que las familias pobres enclaustraban a sus niñas-mujeres.
A estudiar iba Eli, a ensayar la sonrisa del progreso; los horarios rigurosos. Odresta funcionaba como un reloj y estaba rodeado de llanura. Allí quedan las fotos con las maestras, las visitas: se supone que todo lo que debía pedir una muchachita pobre estaba allí.
En las primeras noches tuve una pesadilla donde una voz me gritaba que en realidad yo había llegado a Odresta huyendo de un potro y que en el trayecto de esa huida me había crecido el orgullo, pues era encomiable el escape de una niña de diez años. Pero la pesadilla me traía con sangre entre las piernas y un cuchillo empuñado.
Las personas que entonces me cooptaron, me hicieron preguntas, dictaminaron que mi huida había sido a causa de la desesperación: una cosa común y corriente. Me dijeron que todos los días llegaban a Odresta, muchachitas que al nacer sin vulva, por todos los medios trataban de forjarse dicha parte: algunas se ponían a cazar al primero que notaban con cara de ganas, y otras se tendían como sábanas a la espera de alguien sin conciencia y, finalmente, otras procedían a punta de cuchillo para conseguir aquello que la naturaleza les había negado. Dijeron que allí era Odresta, un lugar de reclusión. Opinaron que yo no estaba loca sino pendeja, y que ese lugar se había construido, precisamente, para que las muchachitas así, dejaran de serlo. Cuando desperté, no supe qué creer.
Hice cada cosa que ellos me ordenaron; aprendí el bordado y los diversos bailes del sur, aprendí a dejar mi llanto bajo la colcha, para levantarme, indolora, a las cuatro y media de la mañana y ordeñar seis vacas, siempre seis.
Durante mis faenas, la voz quedita me repetía que ya me estaban convirtiendo en toda una criada, que todo eso que a mí me hacía sentir importante, no era sino un adiestramiento como el que se da a los perros. Ignoré la voz, hasta casi tomarla por un murmullo inofensivo. Y lo que más aprendí fue a pastorear borregos y chivos, por eso mis compañeras, maestras y vigilantes comenzaron a llamarme pastora.
La felicidad, una felicidad simple, vendó mi cabeza. A medida que avanzaban los meses, yo miraba a Odresta como un refugio donde nada asombroso ocurría, pero tampoco había desgracias. Ahora sé que ese estado de ánimo se llama resignación, pero en aquel tiempo yo quería que se prolongara. Por eso, tres años más tarde, cuando mi papá llegó a recogerme, yo me aferré a mi camastro y a mi almohada, y cuando mis fuerzas no alcanzaron para resistir su abrazo, llené los corredores, patios, granjas y salones de Odresta con mis alaridos, para dejar constancia de mi dolor, de que si por mí hubiera sido, jamás me habría marchado. “Ya estás grande, mi hija”, repetía mi papá.
Al regresar a casa, me consoló comprándome cuatro chivos y cuatro borregos para que los pastoreara. Así atravesé el sofoco del pueblo, rodeada de animales que se reproducían ante mis ojos. Ellos conocían mi olor. Poseía un palo con el cual marcaba la dirección del rebaño. Casi todas las tardes, divisaba a lo lejos la figura de Antonio Villada, a caballo, entonces me acurrucaba al pie de un bejuco para esperar su estrujón y su hundimiento.
Cuando las visitas de Antonio se volvieron indispensables para mí, de repente dejó de buscarme. Yo chillaba entre mi rebaño, me acordaba de mi hombre y de las montadas que me daba, y chillaba. No me podía contener. A través de chismes, me enteré de que Villada se había largado para el norte. Comencé a arrancarme la piel que rodeaba mis uñas. Ni siquiera me propuso que me fuera con él, ni siquiera se atrevió a robarme; me sentí poca cosa, y el rebaño allí, acompañando mis lloros con sus balidos que de repente me parecieron burlas.
La voz quedita se reía constantemente, mientras yo aplicaba profundos cortes en mis muslos. Hasta que por fin, no aguanté más y le dije: “¡¿Para qué me quieres, pues?!”. La voz dejó de reírse y me respondió: “Lárgate, acaba con todo y lárgate”. Yo agarré el cuchillo que utilizaba para pelar fruta y lo fui hundiendo en el cuello de cada chivo, de cada borrego. La tierra chupaba la sangre y adquiría una tonalidad purpúrea; mi piel se ponía pegajosa. Los animales no emitieron ni una queja, se portaron muy valientes.
No regresé a casa. Decidí que si Villada había partido hacia el norte, yo me conduciría hacia el sur.

V

Antes de emerger, el harapiento se convirtió en un engendro. De un reparo me botó al suelo, luego retomó su forma humana, abrió un costal que sacó de no sé dónde, y me arrojó la ropa que he portado desde entonces: un pantalón de cuero, camisa de manga larga, zapatos, y un morral. “Vete. Nadie te volverá a encontrar”, me dijo.
Me ordenó que caminara largamente para mirar y nombrar la miseria humana, dijo que en el mundo había estallado la guerra y que nada quedaría en pie. Esa noticia hizo que yo recordara al viejo licenciado, y me puse a meditar sobre el futuro de mis conocidos. Atravesé los montes de este sur latido de alacranes, de huesos desperdigados. Zopilotes en ronda aguardaban mi muerte, pero les di largas como a un novio que no se quiere hasta que se marcharon.
La soledad me gusta, porque en ella puedo callar durante horas. Es como si la soledad se comiera mis palabras y nada más se dedicara a complacerme con la marcha de mis zapatos, limpia de toda compañía. Sola, para que los recuerdos se levanten en esta falta de gente que nunca más se atreverá a llamarme loca.
Cualquier día de estos puedo encontrarme con la guerra. Sé que hay miradas cuyos objetivos son la destrucción y el dominio de aquello destruido. Sé que los soldados esperan que alguien se apiade de ellos recordándolos; nunca los he visto, pero alcancé a escuchar que caen en paracaídas y guardan una bala en cada frente; que tienen tiempo para violar a diestra y siniestra, mientras las ciudades entonan la canción de fuego. Si alguna vez asisto a ese espectáculo miraré y sonreiré. Levantaré las piernas en son de marcha militar y no habrá ninguna niño caramugrienta que me señale y le pregunte a su madre, que ¿verdad que yo soy la loca escapada de su cama, ésa que cuentan todavía peor que la fuga de una novia o la muerte a balazos? Por ejemplo.
Ahora se me antoja hablar de cuando fui la querida del licenciado. Él era un héroe en sus masturbaciones. Llegué a su casa con el recuerdo fresco de mi rebaño asesinado. Llegué descalza, solicitando un albergue en el cual no me preguntaran el porqué de mis manos ensangrentadas. Llegué a la Ciudad del sur. Allí, la rutina de ir por las mañanas a la preparatoria, y por las tarde al estudio del licenciado, se repitió a lo largo de tres años.
Una tarde, el señor de aquel firmamento de sudores y golpes, el señor de esa casa donde yo no era más que “la vaina”; una tarde, no bien terminamos el fornicio, a mi vientre dio una patada que extravió mi fertilidad. Me dijo que era para que se me quitara lo pendeja y lo remilgada, porque esa tarde me atreví a decirle que lo amaba.
Hoy grito ese recuerdo enrabiada, y aplasto las castañas del camino y me rompo un dedo, mientras el resplandor de la guerra ilumina el lejano poniente para que las personas se calcinen o sepan que hay una nación bien poderosa que las va a destruir. Yo y mi ponzoña nos alegramos, la risa nos crece igual que las palabras.
Durante mi atamiento, alguien llegó con el rumor de que el viejo licenciado tenía una enfermedad terminal. Recé para que fuera cierto. Tengo mucho tiempo para pensar, cada uno de mis pasos puede corresponder a un pensamiento distinto. Puedo pensar en el viejo, en mi mamá, en dulces, en piropos. Puedo gritar mi soledad y a los pinos les atañerá una chingada; no abrirán sus ranuras para curiosearme, nadie les comunicará que existen los demonios y que soy hembra de uno.
Me gustaría que la enfermedad terminal del licenciado, proviniera de un tumor en la garganta o en el miembro. Da igual. Ojalá que sus padecimientos sean espantosos, por ejemplo, que una mañana, al despertar, quiera tragar saliva y un obstáculo se lo impida. Del otro lado del espejo yo vislumbraría la manera curiosa en que levanta la mandíbula; el cuidado el con que el palpa debajo de la manzanita. Deja de fumar pero ni así. En todo momento lo asalta la imagen de su muerte. Ojalá que esa muerte, flaca y pálida, tenga mi cara.
“Yo sé que te gusta la mala vida”, me dijo la última vez que cruzamos palabras y cuerpos.

VI

No recuerdo si en algún momento, antes de éste, conocí la calma, recuerdo que había palabras cuyo uso se restringía a ciertos parientes. Del primo obeso se decía que era noble, del tío barrendero se dijo siempre que fue un vago, y esa maldición se extendió a toda su progenie.
Para el abuelo eran las peores: diablo, malo, ojete, hijo de la chingada. La verdad es que el abuelo decidió que el amor no servía para un carajo, que todo debía de entenderse en puras ganas. Por eso quería tanto a sus caballos, a fin de cuentas, se sentía como ellos. Por su carácter, la familia aprendió a llamar quedito, a comer poquito, y la Eli fue su abuelo, en hembra, entiéndase.
El papá de Eli era un briago que llegaba a la casa, pegaba, cogía, comía, echaba un sueño y se largaba. A su mamá, recién parida y recién preñada a lo largo de los primeros años de matrimonio, casi todos los hijos le salieron chimpas: usaron un trapo rojo en la cabeza hasta sus dos añitos, menos la Eli, ella le salió caballera; tenía ojos bonitos, las pestañotas, la naricilla, y un colorcito como de lodo, porque el barro es más claro.
La casa era un revoltijo. Mamá, pelona a temporadas debido a las desgreñeces del borracho, hacía tortillas de comal y salsas de metate; sacrificaba reses y era flaca flaca, y tal vez lo sería hasta el día de su muertecita. La Eli le hacía muchos mandados, como ir a comprar piloncillo, sal y azúcar, o llevar a moler cubetas de maíz hasta aquel molino que se encontraba en las afueras del pueblo.
Dicen que la Eli era pequeñita, pero al cumplir los doce, dio el estirón y se convirtió en la más alta de sus hermanas. Coqueteaba con un lunar que le centraba la mejilla izquierda. Siempre fue exaltada.
Había un lavadero donde soñó, o sucedió, que un niño arrecho le alzaba el vestido mientras ella lavaba trastes. Ya cuando la tenía encuerada, el chamaco no sabía qué hacer; sus manos torpes se revolvían como ratas ante la exclamación perfecta de la piel niña. En eso el borracho entró a caballo, venía del agua. No supe si aquella realidad o sueño sucedió antes de que Toñito Villada se le subiera a la Eli. Lo que sí creo, es que por culpa del potro o de Villada o de los hombres, ella se largó.
El viejo licenciado fue un infierno más en su camino, pero el infierno no ha de oler como olía aquel cuarto donde ella cedió, primero apunta del alcohol que el licenciado le aplicaba en la nariz hasta el desmayo, y después a rienda suelta; el beso era una consecuencia prescindible. Tres años, casi todos los días, hasta que él se consiguió otra diversión.
Una noche, el licenciado la visitó en su habitación, luego de usarla rápidamente, le dijo: “Te largas de mi casa”. La Eli rogó para que la dejara quedarse hasta que consiguiera un empleo y un lugar dónde vivir, pero él le respondió con un golpe en cada pechos. Luego la agarró de las greñas y así la condujo hasta la puerta: “Mi novia se viene a vivir mañana y no quiere criadas, al fin y al cabo yo sé que te gusta la mala vida”. Fue lo último que le dijo.
Durmió bajo una banca de la plaza central, hasta que el dueño de una vecindad le fio un cuartito a cambio de favores. Pero ella no se quedó a descansar en esa nueva comodidad; se esforzó por conseguir un trabajo decente y vendió ropa, barrió calles, atendió comensales, acomodó productos farmacéuticos, hasta que explotó.
Eso ocurrió en una farmacia donde trabajaba. Aquel día, hizo lo que venía haciendo desde que obtuvo el puesto de cajera: se levantó a las seis y media, se bañó a jicarazos, se puso bonita, la piel le brillaba. Acababa de escuchar la voz quedita y maldiciente que la perseguía desde su pubertad, eso le dejó un saborcito amargo en la boca.
Sus gritos surgieron a las nueve en punto de la mañana. La Eli llamaba papá a un señor cliente y mamá a la patrona. Luego el llanto a moco tendido, luego el estallido del desquicio. Dentro de sí misma, postrada en una pila de ropa sucia, contemplaba lo ocurrido con apenas el valor necesario para creerlo. Era un movimiento único sus gritos, y el razonamiento donde la locura se levantaba como el proyecto de su vida.

VII

Es bonito que las familias realicen cosas juntas; que se reúnan a la hora del desayuno o de la cena, que entre bocado y bocado pacten viajes, recreos. La verdad, sí llenan esas cosas: ponerse de acuerdo al momento de maltratar a alguien, saberse de memoria las pulsiones y las partes de cada cuerpo familiar. Tan sabia era la Eli en aquello, que podría continuar en este espacio de árboles calcinados y ciudad en ruinas, con el recuerdo de mi familia: un perro tendido en sus muchos años; con la mirada ardiente de una casta vejez, jadeando por lo irrecuperable, a la espera del visitante que le dé una caricia.
En ocasiones sueño con ese perro y despierto nomás para contentarme con su desdicha. Si algún fantasma me anunciara la eventual enfermedad de mi papá borracho, o de cualquiera de mis hermanas, o de mi hermano, yo me reiría como me reí cuando a la abuela le detectaron cáncer en sus pechos; imaginé que una sierra se los mutilaba, pero más bien no fui yo, fue la Eli, y la verdad, para culera, se pintaba solita.
Ya no me acuerdo en las afueras de qué prostíbulo o de qué hotel sepultó el cadáver de su vulva. Lo cierto es que lo trajo durante algunos días y cada vez se hacía más pesado y doloroso. Es probable que su muerte haya sido un castigo: todos sus labios lucían maldecidos, tenía las rodillas peladas y los dedos de los pies llenos de callosidades. A lo largo de su cuerpo corría la huella de una piedra pómez que raspó y raspó sin conseguir blanquear su piel tan desgraciada y tan prieta.
Un hombre agresivo, nomás de excitación le partió la vulva de una mordida. Después, la Eli misma la terminó de cortar y fue a sepultarla por allí, no recuerdo.
Una parte sepultada en alguna tierra baldía. Un bultillo disimulado con el esfuerzo de un perro para cubrir su chistecito. Una parte con la piel atascado de tierra, con sus pestañas desdibujadas, tapiadas por la tierra que otros habrían de pisotear como si allí abajo no valiera la pena algo, porque allí abajo siempre sería el infierno: la monotonía de yacer arrancada, de no poseer ni muslos, ni envés, ni voz.
La espalda de la Eli se alejaba cada vez más de la sepultura; las coordenadas se perdían en su memoria. Llegó a la carretera del sur y caminó con la intención de que el sol terminara por carbonizarla. Nunca faltaba alguien que detenía su auto, la invitaba a subir y la usaba allí mismo o en un motel; luego la devolvía a la carretera, a veces le llamaban deforme, a veces ni siquiera se daban cuenta.
Así anduvo, hasta que un hombre de su pueblo la reconoció y le fue con el chisme a sus padres, quienes recorrieron la carretera en una camioneta y la hallaron semidesnuda. Al regresar a casa la aventaron al catre y la ataron. Dos años. Hasta que el harapiento la liberó.

VIII

Hoy vino. Ya me había recostado en una lámina, cuando los ojos del harapiento resplandecieron como luciérnagas entre los matorrales. Entonces me despojé del pantalón de cuero y el montó. Luego que terminó, le pedí que adivinara la historia de mi antigua vulva. Él no se negó. Recargó su mano entre mis piernas, carraspeó y comenzó un relato que remitía allí.
Él dijo:
“Tú vas por el camino que lleva al molino ese, el que cerraron cuando Saturnino Godínez le cortó el pájaro a su hijo.
“Decían que Saturnino era demonio, pero solamente era un pinche gordo loco. Cuando llegas y le das tu maíz para que lo remuela, él roza tus deditos y desde ellos imagina tu cuerpito flaco y desnudo, de ocho años. Para eso funciona, el rejodido, para imaginar que viola a las mocosas que son mandadas a triturar el maíz en su molino. Pero él no sabe que el mero cabrón ya te eligió, y que lo que él te insinúe o te haga, será porque el mero cabrón así lo quiera.
“Saturnino Godínez te entrega al fin tu masa y te dice que ya estás lista, pero tú ni le prestas atención, porque ya te quieres orinar. Al andar otra vez por aquel camino del principio, ves unos matojos y te metes en ellos, alzas tu vestido, bajas tus calzones, te acuclillas y sueltas.
“Un grillo que anda por allí alcanza a brincar, antes de que tus chigos lo mojen. Cae en una ramita, vislumbra tu entrepierna y salta hacia ella. Sus patas aferran tu carne. Con sus palpos te da un pellizco. Te quejas, pero ese dolorcito es el primero que ya no será nada más tuyo. Una voz muy queda comienza a hablar:
“–Hoy fui despertada. Sentir a un caracol que me llene de baba, como un beso de buenos días dado por alguien que no sabe correr, quiero. Despertamos y no sabemos que la despedida es la consecuencia de latido; queremos tener un lugar de llegada, pero nuestra alma es nuestro cuerpo, y nuestro cuerpo es como el mar, un vaivén, un ir y volver entre pérdidas.
“Amanecí a una pesadilla. Amiga, no sabes del futuro. No te imaginas que todo se repite, que todo es como dar vueltas en una casa con poca luz, para mirar siempre los mismos rostros, para ir siempre a los mismos sitios donde el abandono sonríe.
“Yo no sabré hacer otra cosa sino herirme, herirme con quienes me recorran y me escupan. Nadie debe morder un capullo antes de tiempo, porque un capullo contiene en su interior un manojo de sueños perturbadores. Un capullo antes de tiempo, es una boca irrenunciable; un exprimidor que te llenará la cabeza de angustia, que hará que tajes tu piel cuando no puedas cumplirle sus caprichos. Te lo advierto, desde hoy tu vida no depende de ti, sino de ambas.
“Torna tus pasos. Regresa al molino de ese gordo maldito. En el camino hay viento, piedrecillas, calor y tú, pero ninguna mula, ningún caminante, ningún testigo. Nadie que vea como dejas la cubeta de nixtamal entre las matas. Camina, la lengua del aire estremece tu cuerpo; llegas a las puertas de Saturnino Godínez con la piel erizada.
“El gordo te mira, sonríe, nos levanta y nos lleva hasta su cama que se encuentra atrás de una cortina, al fondo del molino. El gordo es una boca semiabierta, unos ojos cargados de lascivia; no deja de estrujarte las piernas, no sabe si morderte o besarte. Por fin te cubre. Crece un dolor, horada, te profundiza el encono y la dureza.
“Luego tú estás desmayada, y yo ahí. Él descansa un rato hasta que alguien llama en el molino. Va a atender y nos avienta una cobija para que no nos enfriemos. Regresa.
“Saturnino Godínez repite la irrupción otras dos veces. Cuando siente que ya no serás capaz de resistir, te envuelve en unas playeras sucias para llevarte a donde tus papás. Les cuenta que algo feo te hicieron y que él te rescató; que te encontró en el camino que lleva a su molino. Se apiadó, les dice: si él tuviera una hija, esperaría que ellos hicieran lo mismo. Tus papás, tus hermanas y tu hermano le agradecen, le dan una bolsa con semillas y una cubetita con pulpa de tamarindo. Después de acompañarlo hasta la puerta, regresan al sillón donde yaces y te cubren con una sábana; la hemorragia la tiñe. Ninguno se atreve a llevarte al médico. Por fin, tu papá borracho toma una decisión. Quita la sábana y una de las playeras. La visión lo espanta. Coge la botella de mezcal, se santigua, empapa su pañuelo en la bebida y extiende la mano. El pañuelo embona, sutura las heridas. El ardor no te despierta, pequeña, al contrario, llega hasta el lugar de tu inconciencia y embriaga tu memoria…”.
Bruscamente… quito de entre mis piernas la mano del harapiento. Me le voy encima toda mojada por la historia. Mis ojos descargan cantidad de lágrimas: “Sé un potro y mátame”, le ruego, mientras me hundo nuevamente en su fortaleza. Él me muerde el cuello, los hombros. Pero no me mata, tan sólo me afloja y me duerme. Cuando despierto ya no está. A mi lado hay un charco sanguinolento y más allá están mis pantalones de cuero como una orden para que continúe la marcha hacia ningún sitio.

IX

Mi trabajo: caminar lejos de las miradas, alegrarme por la muerte de las ciudades; caminar, ascender, descender. La tierra se adapta a mi peso. En su blandura me siento bien. ¿Cuándo volverá el harapiento?, ¿y Marcos?, ¿acaso ya agotó sus nueve vidas?, ¿acaso cayó una bomba en el pueblo y la chingada se lo llevó?, lo sabré un día de estos, cuando el harapiento se digne a regresar y me lo cuente. Por ahora hablaré, mi voz llenará el ramaje con sus trinos. Atravesaré, como un fantasma, los lugares donde antes existió la felicidad y no dejaré de hablar; contaré la misma historia una y otra vez. Mi voz y mi presencia serán los únicos disturbios en el desolador mundo que dejará la guerra. Para entonces, el viejo licenciado ya habrá muerto. Y yo, tan sola, tan despojada de amor, yo caminaré. Yo seguiré riendo como ahora que bajo una escarpada y ante mis ojos una cortina de humo anuncia la vasta extensión de muerte en el lugar donde estuvo una ciudad. Miro a la izquierda y a la derecha para ubicar el sendero más tosco. Opto por el camino de la derecha: unos montes azules que prometen silencio, pero antes me siento a contemplar el espectáculo, el fuego truena los últimos fragmentos de esa urbe. A mi lado, una fila de hormigas transporta hojas. No tengo miedo, ni frío, ni calor. Nadie me volverá a humillar. Me levanto, sigo por la derecha: hay árboles cargados de frutos y basta con extender la mano para arrancarlos. Es como el panorama que me pintaban cuando niña: decían que había lugares así, con árboles llenos de frutos, sin dueño. Y allá voy, degustando los alimentos que serán sólo míos. Confío en que este andar sea perdurable y en que, cuando llegue mi hora, el harapiento no me sepulte, sino que deje mi cuerpo encima de la tierra; que me permita vivir hasta el último instante de la existencia, hasta la última putrefacción.