
Transita por los linderos de todos los territorios de las letras: la poesía, narrativa, ensayo, crónica y la música. Tiene una sonrisa dulce, cuando te sientas a conversar con él parece un monje tibetano. Aunque se fue de niño del puerto de Acapulco, conserva algo de acapulqueño, de costeño bromista, burlón y pícaro. Cuando volvió por primera vez a Guerrero, veía desde lejos el mar, con tristeza y amor.
Muestra de obra
LA BODA ROMANA
para Saíd Herbert
No queda un líquido carro en el estacionamiento del penal de Cadereyta y el sol pega igual que un botellazo. Parqueamos en el último cajón de un triángulo que se forma entre un muro de cemento y una explanada abierta y una caseta de vigilancia. Bajamos del Cutlass y firmamos la bitácora del chancho y recorremos a pie un pasillito de malla cromada sin techo con tatema de púas. Después de una hora, lo miramos venir. Lo reconocemos a lo lejos, cuando cruza la puerta segunda.
–Parece que lo remojaron en Fab –dice Nelson.
–Cállate.
–Parece que lo lavaron a vergazos. Se ve más ruco y más sheidi que Don Manos, Dios lo tenga en su Gloria.
Me le paro detrás y le doy una guantada en las costillas. Nelson se encorva desde los dos metros diez de su estatura como si le hubiera dolido. Bebito cruza las dos últimas puertas, voy a su encuentro y nos damos un abrazo y el Nelson nos alcanza, nos abraza también y nos carga a los dos con su torpeza de oso y volvemos al estacionamiento, todavía cada uno con el brazo entrelazado a los hombros del otro. Hay chanchos cada tres o cuatro metros a lo largo del pasillo y delante de los chanchos no se dice ni salud. Subimos al Cutlass en silencio, Nelson al volante y Bebito de copiloto y yo atrás.
–¿Quién te dio varo? –pregunta Bebito en cuanto cerramos las puertas del mueble.
–Tío Chapete. Que de parte de Maruca.
–Pinche vieja. Ella y el Urko.
–El Urko anda viendo lo del funeral.
–¿Cuánto te dieron?
–Un ciego.
–Pinches tacaños.
–Ya sé, wey. Fueron 80 mil. ¿Te doy el cambio?
Bebito me mira por el retrovisor. Tiene los ojos llenos de lágrimas.
–Usted es mi carnal. ¿Cuándo le he pedido cambio?
Me alegro: llevo tres semanas sin contratos. Los 20 mil bastarán para llegar al otro mes. Luego recuerdo que el cuerpo de mi padre está tendido en espera de que alguien lo lave y maquille y le ponga traje y corbata y el entusiasmo se me desvanece.
–Te ves bien –dice Nelson agarrado al volante mientras salimos del entronque y esperamos el paso de una troca cargada de naranjas de Montemorelos para incorporarnos a la carretera a Monterrey.
Bebito baja el vidrio y se mira en el espejo lateral.
–Me veo como una liebre. Pasé cuatro meses en población general porque el Urko dijo que él por qué iba a pagar mis privilegios. Me hirvieron a putazos.
Paramos en la gas. Bebito manda a Nelson al Oxxo por cervezas y tabiros y se apea del carro y hace payasadas al otro lado de mi ventanilla: se quita la camiseta para presumir los músculos trabados que se fraguó durante un año de cárcel. Nelson vuelve y Bebito se pone la camiseta y ambos suben adelante y Nelson arranca el Cutlass y Bebito prende un Marlboro y destapa una Tecate y me ofrece una lata. Digo que no.
–¿Ya lo viste?
–¿A papá? No.
–¿Quién halló el cuerpo?
–Tu hermano.
–¿Muñeco?
–Mjm.
–Por eso, pendejo. También es tu hermano.
–Él dice que no.
Bebito da un trago a su lata.
–Es el Urko, wey. Nos quiere poner a todos en contra.
Busco sus ojos en el retrovisor.
–No es el Urko. Muñeco no me quiere por lo de la piedra.
–Voy a hablar con ese culero rencoroso.
–Así está bien. De todos modos yo mañana me regreso a Zacatecas.
Bebito se desabrocha el cinturón de seguridad y se vuelve hacia mí con la mejilla recargada en el respaldo del asiento.
–¿Traes pase?
–No.
–Yo traigo –dice Nelson.
Le alarga una bolsita y el tapón de una pluma bic que extrae de su axila. Bebito se da una punta y me mira de nuevo a través del espejo.
–Ni pase ni cheve. ¿Andas en rojo, o qué?
–I do what I can.
–Pero, ¿qué? ¿Te metiste a un grupo, o qué pedo?
–Llevo año y medio yendo a Narcóticos Anónimos.
–¿Dónde?
–Allá en Zacatecas.
Aspira dos puntas más y se sorbe los mocos y carraspea y le devuelve la bolsita a Nelson y gira su cuerpo hacia el fondo del carro para verme de frente.
–Te felicito, carnal. Se necesitan huevos. La neta sí ya andabas meando fuera de la olla.
Nelson batalla con un trailero: no le da intermitentes, se le cierra en las curvitas, acelera cuando intentamos rebasarlo.
–Pinche puñetas.
–Ya sé.
Hacemos un tramo en silencio. Cuando por fin rebasamos el tráiler, mi hermano advierte:
–Sí estuvo bañado que le ganaras a Muñeco con ese bloque de piedra. Los mugrosos lo sacaron a terreno y lo tablearon.
–Me contó.
–Papá dijo que no te iba a matar porque eres sangre de su sangre, pero que cuando te viera te iba a meter un plomazo en una nalga.
No contesto. Nelson ríe y al mismo tiempo llora. Después Bebito. Después yo: los tres sabemos que ya nunca volveré a hablar con mi padre, que mi padre ya nunca va meterme un plomazo en una nalga.
–¿Y en qué andas?
–Tengo un negocio de mantenimiento.
–Pero, ¿qué? ¿Puro jale, o qué?
–Pues lo que se ofrezca: plomería, albañilería, electricidad, pinto casas y encero pisos. Acabo de comprar una pulidora.
–Siempre te gustó la chamba. Eso nos decía don Manos, que en paz descanse. “¿Por qué no aprenden a su hermano mayor, huevones?”. Hasta al Urko le decía, que ni su hijo fue.
Nelson frena para no estamparse contra una Cherokee. El tráfico empieza a circular a paso de hombre.
–¿Te va bien?
–¿Destapando cañerías y encerando pisos?… No me quejo. Claro que, después de toda la vida bateando basura, cualquier centavo que caiga te parece poco.
–¿Y qué hiciste? –pregunta Nelson mientras le echa lámina en segunda al mueble de al lado.
–¿De qué?
–Con el piedrón.
–¿Cómo qué? Me lo fumé, puñetas.
–¿A poco todo?
–Claro que todo. ¿Tú crees que iba a meterme a Narcóticos Anónimos si no?
Nos atoramos cerca del Parque Fundidora.
–Es hora pico –se disculpa Nelson–. Ahorita subo y corto por Colón.
Bebito abre otra Tecate.
–Lo encontró Muñeco.
–Sí. No sé bien cómo estuvo. Tu mamá le habló a mi jefa y ella a mí. Dicen que le dio un infarto cuando estaba en el baño.
–Cagando.
–Dicen que lavándose las manos.
–Por soda.
–Dicen que no. Dicen que ya no se metía nada.
–No se metía ni ñonga –tercia Nelson–. Desde que salió del Boston. Me consta porque yo llegué a ofrecerle un pase y casi me verguea. Lo que pasa es que quedó tocado, wey. A él también lo pusieron en población general. Dimos los privilegios pero el güerco que pusieron de secretario de seguridad no quiso coger el varo. Quesque era un escarmiento por lo del estatal que encobijamos. Diario le soltaban a tu jefito pinches toquezotes en los tanates. ¿Por qué crees que cedió las casas y los carros al MP federal? Dónde crees que ese pelao iba a quebrarse si no fuera porque lo agarraron de los huevos.
Nos incorporamos a Colón y avanzamos hasta la altura de Guerrero.
–Métete después de Diagonal.
–¿Qué?
–Aquí, wey.
–Es que la funeraria…
–Quiero pasar primero por La boda romana.
Nelson se quiebra a la derecha, retomamos Guerrero donde la perpendicular topa con la pared enjarrada de pedacitos de espejos rotos, luego Nelson da vuelta a la izquierda y cruzamos la Treviño por la calle Marco Polo hacia la Vidriera. Parqueamos frente a La boda romana, la cantina intestada que fuera propiedad de mi papá. Tiene sellos de CLAUSURADO en cada puerta y ventana. Hay boquetes de AK-47 en la fachada. Los tiros se confunden con las antiguas descarapeladuras de los muros, que muestran quince o veinte capas gordas de pintura.
–Pinche Urko.
–No fue él –se atreve a contrariar Nelson–. Ese día estaba en la barra. ¿Dónde crees que iba a mandar rafaguearse él solo?
Bebito lo abofetea con el dorso de la mano.
–¿Tú qué chingados sabes, pendejete? No sabes más que pura riata.
Nelson asiente. Me le quedo mirando sin que se dé cuenta. No había reparado en la cantidad de canas que tiene. Recuerdo su figura colosal cabeceando balones contra la portería enemiga en los juegos llaneros del parque ASARCO de mi infancia.
–El Urko fue con el chisme a los mugrosos –dice Bebito–. ¿Por qué crees que me atoraron? El ojete prefiere ser fiel a los puñetas que perdieron la guerra con tal de quedarse con el punto.
–Perdón, Bebito –responde Nelson.
–Y ¿qué es esa mamada de que no les agarraron varo? ¿Cuándo se ha visto que un puto carcelero no agarre varo? Eso les dijo el Urko para tenerlos mansitos mientras se la metía doblada a mi papá.
–Tienes razón –responde Nelson, y enciende el motor del Cutlass.
El Tony está parado en lo más alto: algunos escalones anchos y llenos de gente por sobre la banqueta. Sus gritos se escuchan hasta media calle. Mientras circulamos frente a la funeraria, bajo el vidrio del carro para tener una imagen clara de lo que sucede. El Tony clava uno de sus dedos índice en el pecho de un gordo bien vestido que cuida la puerta. El gordo se pellizca una oreja como si fuera a arrancársela. Un par de escalones más abajo de esta discusión, Muñeco fuma.
Nelson gira el volante del Cutlass y enfila rumbo al estacionamiento. Veo al tío Chapete junto a un teléfono público. Lleva traje negro y tiene los brazos cruzados y murmura un rezo. Mira a lo lejos.
Nos parqueamos. Bajamos del mueble. Pasan cerca de nosotros los chamorros de tres primas chiquitillas gordibuenas en minifalda. Los hombres que nos quedan (no serán más de ocho) nos abren paso camino a la banqueta. Portan chuecos trajes negros comprados de emergencia en Del Sol o El Nuevo Mundo. Topamos a la Iris: taconea hecha un monstruo de un lado a otro del acceso al estacionamiento. Lleva un minivestido de luto sin hombros que le acentúa las chiches y las mamalonas nalgas de hostess de restaurant de cortes finos.
–Dile que no mame verga –dice cuando Bebito y Nelson y yo pasamos a su lado–. Era mi viejo, putos.
Huele a jabón Camay y champú Menen de durazno.
Tío Chapete nos recibe en medio de la banqueta con los brazos abiertos, como si fuera a estrecharnos y a la vez nos prohibiera pasar. Tiene los ojos rojos de haberse dado un gallo.
–Nomás pidió que lo esperemos, papá. No la hagas tanto de pedo.
Se hace el felón pero está suplicando.
–¿Quién? –pregunta Bebito–. ¿El Urko?
–Tu hermanito el Urko, papá. No la hagas tanto de pedo.
–Ese puñetas no es mi hermano.
Bebito esquiva a Chapete y camina derecho hasta los escalones que dan a las capillas. Lo seguimos. Muñeco nos mira venir. Tira la bacha y me tuerce la boca y cruza las manos a la espalda.
–¿Te cae, Bebo?… No nos dejan entrar, bato, que hasta que llegue el hijo. El hijo, dicen, wey. Se la baña, el pinche joto.
Muñeco intenta sujetar a Bebito pero Nelson lo hace a un lado de un manazo. Bebito asciende los escalones hasta donde se encuentra el Tony, le aplica un candado de lucha libre y lo jala hacia abajo. El Tony intenta defenderse, pero cuando reconoce a nuestro hermano abre los brazos en señal de rendición.
–No me dejan entrar.
–Ya sé, wey. A mí tampoco. Ni siquiera a éste, que es el mayor –dice Bebito soltándolo y señalándome con la cabeza–. No seas ojos de Pipo.
–La verga, qué.
Bebito le acaricia la nuca y le besa el cachete.
–Nomás te digo una cosa, morro: ¿así quieres recordar la última vez que lo viste?
Marta la mamá del Tony pepena a su güerco. Es el hermano mío al que menos conozco: lo habré visto diez veces. Don Manos Torpes nunca lo quiso en el negocio. Estudia. No ha de tener ni 18. Se suelta a chillar. Se zafa de su ma y vuelve junto a nosotros. Tony y Bebito y Muñeco y yo nos sentamos en la banqueta a esperar a que mi primo el Urko aparezca y nos dé chanza de entrar a despedirnos de papá.
No pasan diez minutos. Urko baja de una Land Rover escoltado por el Vicky su chofer y por un halconcillo ponchadón y chaparro al que de seguro se estará cochando. Detrás vienen la tía Maruca y doña Quecha, la señora madre de Muñeco y de Bebito.
–Esa pinche bola rápida sí que no la vi venir, Sultanes –dice Bebito entre dientes, riendo y con voz de locutor.
Miro alrededor y hago recuento de las viudas. Sólo falta mi mamá. De golpe me siento orgulloso de nada.
Urko pasa de largo junto a Bebito y el resto de los deudos, viene hasta donde estoy y me abraza.
–Perdóname, primo: les expliqué que tenían que esperar al hijo mayor. Pero como son bien puñetas, me confundieron contigo.
Lleva una chaqueta de piel tres cuartos Dolce & Gabbana que lo hace ver elegante como gángster italiano y al mismo tiempo ridículo como hijo de panista de San Pedro bajo el calor sofocante del verano en el Nuevo Reino de León. Se tapa con la mano el ojo bizco para ver con claridad. Lo noto gordito. Se vuelve hacia Bebo y dice, destapándose la cara y fingiendo que habla para todos:
–Yo creo que lo justo es que sea su primogénito el primero en despedirse de don chingón, ¿no?
Da media vuelta y, sin esperar respuesta y tomándome del brazo, me encamina hacia la puerta de la funeraria. Los presentes se agrupan detrás de nosotros. La Iris intenta colar su silueta de hostess de restaurant de carnes finas por delante, pero el Urko la empuja con el codo y casi la tumba.
–Por eso, puto. Era mi señor.
Urko vuelve a taparse el ojo chueco con la palma de la mano para mirarme de reojo con el otro. Detracito de nosotros están Maruca y el tío Chapete y el Tony y su mamá la Marta. Me vuelvo y busco a Bebito y lo hallo un par de escalones abajo, abrazado de Muñeco y de su madre doña Quecha y custodiado por los dos metros diez de la estatura de Nelson. Recuerdo sin que venga al caso que Nelson era el chofer que nos llevaba a la primaria. Le hago un gesto de duda a Bebito y él me lanza un beso con la punta de los dedos y me sonríe con una de esas sonrisas perfectas suyas que, junto con las trocas último modelo y el Buchanan´s y la música de banda y los fierros de alto calibre que le compraba mi papá, le han dado el privilegio de cocharse a los más hermosos culos del Reino.
El gordo bien vestido que custodia la puerta abre ambas hojas de madera y nos cede el paso. Urko y yo avanzamos trastabillando, presionados por los que vienen detrás. Está oscuro. Se escucha el clic de un interruptor. Se escucha luego el zumbido como de refrigerador que hacen los sets viejos de lámparas largas. Una mancha de luz plana cae sobre las baldosas. Al fondo de una habitación larga, pintada de verde y café, está el ataúd. Lo cubren arreglos florales blancos, amarillos y morados. El Urko suelta mi brazo. Siento cómo la gente se esparce detrás de mí por la capilla pegándose a las paredes, como si le huyeran al muerto. Huelo el aroma nauseabundo de los cirios que empiezan a prenderse. Escucho los primeros llantos, falsos todos menos el de Bebito, que más que a llanto suena a ronquidos y a moco duro desde algún rincón a mis espaldas. Avanzo hacia el féretro con los ojos secos. De pronto me avergüenzo de no traer corbata. Pienso en la mañana en que lo conocí.
Yo tenía siete años y mi nana me sacó de la cama (era de madrugada todavía) y me entregó a mi madre en la puerta trasera de un prostíbulo llamado El Siglo XX. Lo que recuerdo con mayor claridad es el maquillaje: mamá tenía los párpados cubiertos de una pintura plateada que se extendía hasta sus sienes. Mientras se despintaba con crema Theatrical, me llevó en taxi a tomar un eskimo en una juguería de la calle Villagrán. Amanecía cuando nos encontramos con él al otro lado de la calle. Estaba instalando un puesto de camisetas heavy metal.
–Salúdalo –dijo ella–. Es tu papá.
Mamá asegura hasta la fecha que lo encontramos por chiripa pero yo sé que lo planeó: se había enamorado de un bato que no me soportaba, así que le urgía librarse de mí. Dos meses después me fui a vivir a casa de Manos Torpes, como todos en el barrio apodaban a mi padre porque podía agarrar una caguama de Carta Blanca entre los dedos casi como si fuera una de media. Tenía unos puños tan poderosos como los de Julio César Chávez y unos dedos y unas palmas más sólidas que las de Blue Demon.
Años después, lo ayudé a operar el narcomenudeo de la colonia Treviño. Manitas, me llamaban. Pero aunque yo era el mayor, para papá nunca fui su primogénito. Ese lugar le tocó a Bebito, el de doña Quecha, con la que sí se casó. Todos sabíamos eso. Todos lo respetábamos. Menos, al parecer, mi primo el Urko.
Me hinco en el reclinatorio de madera y cojines satinados para que mi cabeza quede apenas por encima de la de él, que yace horizontalmente cómoda –o al menos eso parece– dentro del ataúd abierto. Su rostro sigue siendo el del único cabrón más guapo que yo que he visto en mi vida. Los jotos de la funeraria no se atrevieron a hacerle daño: lo maquillaron muy apenas. Porta una barba negriblanca bien cortada, se le notan las patas de gallo y la nariz y la boca finitas y también la cicatriz de navaja que le cruza el ojo izquierdo. Está hermoso, mi viejo. Me dan ganas de matarlo. Me dan ganas de darle un beso en la boca.
Al mediodía siguiente, cuando salimos del cementerio, Bebito nos obliga a pasar por unos tacos antes de acudir al rosario.
–Hay que llegar juntos y al último –ordena.
Marta la mamá del Tony no quiere dejar a su hijo venir con nosotros hasta que Bebito le jura por la memoria de Don Manos que es por su seguridad y que cero pase y que le contaremos las cheves. En la taquería, Nelson y yo nos sentamos en otra mesa para no encabronar a Muñeco. Luego enfilamos todos juntos en el Cutlass rumbo a La boda romana.
–Vete por avenida Carranza –ordena Bebito a Nelson.
En el asiento trasero nos apeñuscamos el Tony, Muñeco y yo. Muñeco va pegado a su ventanilla con tal de no tocarme, como si tuviera yo la tiña. De vez en cuando me mira por encima del hombro con ganas de darme un tiro.
–Aquí –dice Bebito.
Parqueamos en Magallanes, la calle paralela a espaldas de la cantina. Bajamos los vidrios para echar un Marlboro. La cuadra está vacía. Sopla ese airecito de brasa roja en asador que le sale de la boca a Monterrey en el verano. No se oye nada, nomás muy por allá los acordes de Eslabón por eslabón. Cada quien fuma lo suyo.
–Quiero un cuete –dice el Tony.
–Cuál pinche cuete, güerco cagado. Es un funeral, no un jale.
–¿Entonces por qué no entramos por la puerta principal, como la gente?
Bebito no contesta.
Escalamos la celosía case Norma, primero Nelson y Bebito y luego el Tony y luego yo. A Muñeco hay que ayudarlo porque está fuera de forma. Nos sentamos en el techo mientras Nelson recorre un par de tapias y baja hasta el patio por la barda case Conchis. Lo esperamos jugando una cuarta de a cinco contra una mojonera de ladrillo. Son cerca de las cuatro y el sol pegaba igual que un botellazo y hace mucha calor, por eso me quito la camisa. Como a los 15, suena un chiflido. Camino hasta el filito de los techos. Desde el patio de La boda romana, Nelson me saluda con un paquetito de a onza de polvo. Bajamos por el muro. Vicky el chofer del Urko sale a recibirnos.
–Qué desconfiados.
Nadie contesta.
Adentro continúa sonando don Lalo Mora y hay Buchanan´s 18 de dos litros de Costco y bolsitas de coca y espejos de 15 x 20 cm. en todas las mesas, y en la cocina está en chinga El Carnal haciendo tortillones de pierna y deshebrada y junto a la radiola hay un banquito alto y un cojín rojo con pilas de monedas de a 10: todo como lo dispuso Manos Torpes. Pinche Urko, no se le pasaron ni las búlgaras del téibol de don Raciel Pulido, que ahora bailan en un rincón, aburridas y sin tubo y vistiendo overoles de colores chillantes.
Vuelvo a ponerme la camisa. El Tony se abalanza sobre unas líneas y aspira como yonqui y nadie lo detiene: chingue a su madre su madre la Marta, pienso yo. Muñeco y Bebito y Nelson ocupan una mesa. Yo camino hasta el ángulo de la barra más cercano a la puerta, donde despachan mi primo el Urko y su halconcillo rapado mamavergas. Urko me echa un tortillón.
–Venimos de los tacos, primo –digo a modo de disculpa.
Urko baja las comisuras de los labios como si se encogiera de hombros y desliza mi plato por la barra hasta donde lo cacha el halconcillo. El ojo alegre de mi primo tiembla otra vez. Urko vuelve a taparlo con su mano. Se ha quitado la chaqueta Dolce & Gabanna y viste ahora una filipina roja brillante y un sombrerito de chef estampado de calaveras blancas sobre fondo negro sin importarle que todos sepamos que no es él quien cocina.
–¿Te vas a quedar?
Niego con la cabeza. Urko me coge de la nuca y se acerca sobre la barra como si fuera a besarme. No deja de sujetarse con la otra mano el ojo bizco. Su aliento huele a Listerine.
–Quédate, wey. Quédate aquí a mi lado ahorita mero, aprovechando que andas sobrio.
–Cómo se riega el chisme.
–Bebito podrá cagar kilos de mierda, pero tú sabes lo que mi papá quería.
–No era tu papá.
–Quería tenerlos fuera del negocio. Por su seguridad.
–Nunca lo llamaste papá.
–Por eso me hizo su segundo. Te necesito para calmar a la perrada, wey. Tú los conoces. Son buenos morros pero no ven el todo. No ven las oportunidades.
–Y yo sí, ¿no? Por aquello de que me chingué un tabique de piedra pura.
–No estamos hablando de eso.
Decepcionado, me suelta y se vuelve a la cocina y continúa sirviendo tortillones.
Pido un agua mineral y una baraja y continúo jugando Solitarios sobre la barra de la cantina. Alguien apagó hace un momento la radiola sin que yo lo notara. Al fondo se escuchan los rezos de las madres. El Vicky pasa a mi lado rumbo a la calle.
–Dile a tu primo que voy a estar en la troca, ¿no?
Asiento. Me asomo a la calle cuando el Vicky abre la puerta. Empieza a oscurecer.
Junto a Bebito se ha sentado la Iris. Está pedísima y aspira coca de la mesa con la uña larga del meñique y se acerca mucho a la cara de mi hermano al hablar y, por debajo, choca su rodilla contra la de él. El halconcillo del Urko se vuelve hacia mí, sonriente.
–Ya anda buscando repuesto, la batilla.
El Urko le suelta un zape y le dice algo que no entiendo. No sé si lo hace porque estoy aquí, el caso es que todos en la familia sabemos que la Iris nació gemela y siempre se te pega así cuando habla, siempre, desde que era niña y pensábamos en cogérnosla cuando creciera tantito sin saber que el ganón iba a ser nuestro padre. Hasta el Urko pensaba en cogérsela, y eso que casi no le gustan las morras. Acabamos queriéndola como a una hermana chiquita.
Muñeco se sienta en la barra junto a mí.
–¿De cuándo acá juegas Solitario, mamón?
Le digo la verdad:
–Es nada más para hacer pendejo al vicio y no meterme una raya. Nomás mientras me voy.
–Hubieras hecho pendejo al vicio antes, culero. Sirve que me ahorrabas la madriza de mi vida.
–Ya sé, wey.
Nos quedamos sentados un rato en silencio, yo aplicado en el juego y él bebiendo su trago.
–De menos tengo el consuelo de que no pudiste despedirte de mi jefe, pendejo –dice finalmente Muñeco.
Después, como quien porta en la mano una herida ajena en calidad de fuego olímpico, agarra su vaso y se pierde en el fondo de la cantina.
Está equivocado.
Un par de meses antes de que lo metieran a la cárcel (unos cuatro meses después de que yo dejé de fumar piedra, empecé a asistir a las sesiones y me puse a trabajar como contratista de mantenimiento), Manos Torpes me llamó al celular. Dijo que mi madre le había pasado el número.
–¿Cómo estás?
–Bien.
Pensé: “Me anda buscando para matarme”.
No mencionó el bloque de piedra con el que me escapé del Reino.
–Estoy aquí en Zacatecas, hijo. Necesito que me hagas el paro.
Dijo que venía de Guadalajara con una carga mediana cuando le dieron el pitazo de que lo agarrarían en un retén de marinos. Dijo que se había parado a la orilla de la carretera y había sepultado dos kilos de coca y unas cuantas botellas. Dijo que luego condujo hasta el retén y los marinos lo bajaron, lo cachearon, lo malmodearon y casi le desmantelan la troca pero no hallaron nada y lo dejaron partir a regañadientes. Dijo que estaba en Zacatecas sin lana y sin carga y cagado del susto, y que lo único que necesitaba era conseguir un pase para alivianarse un poco y seguir su camino. Dijo que estaba en territorio rival y ni modo que fuera él solo a conectar, que en peligro lo reconocían y lo empinaban, y que luego cómo sin dinero, que por favor le hiciera el paro de hablar yo con los dílers, que al cabo yo no era nadie. Todo esto me sonó a un invento muy bizarro para sacarme a terreno y poder sorrajarme un tiro en una nalga o unos tablazos pero, ¿qué podía hacer?… Era mi padre al otro lado de la línea. Le di la dirección de mi casa, colgué y llamé al número del mejor díler de la ciudad; sabía que a Manos Torpes nunca le gustó meterse mugrero.
Nos vimos menos de cinco minutos. No quiso entrar a la casa: se estacionó en la esquina y me pidió que saliera a entregar la mercancía. Subí al asiento del copiloto de la troca cagándome de miedo. Él, detrás del volante, lucía aún más paranoico que yo. Cuando cerré la portezuela me dio un manazo que casi me arranca la cabeza. Ahí fue donde supe que no venía a matarme: ése era el cariño más bonito que era capaz de hacerte.
–¿Quihubo, cabrón? Me dijo tu mamá que te metiste a Narcóticos Anónimos.
Me sentí ridículo al afirmar con la cabeza mientras le extendía un ocho de soda por sobre el asiento de la pick up. Papá tomó la droga y se dio dos llavazos. Luego se quedó en silencio, esperando el efecto. Hizo una mueca de aprobación. Durante todo el rato, nunca me miró a los ojos.
–Ora pues –me extendió la mano derecha–; como dijo la hormiga: “a chingar a su madre y que Dios lo bendiga”.
No me pude aguantar:
–Te quiero, papi.
Volvió a hacer la mueca de aprobación sin mirarme. Nos estrechamos la mano.
–Vivo –dijo–. Muerto, pa qué.
Bajé de la troca. Alcancé a ver su rostro de reojo cuando arrancó el motor. Iba llorando.
Salgo de La Boda Romana como si fuera a tomar un poco de aire. El único en notar mis verdaderas intenciones es Bebito: nos miramos antes de que yo cruce la puerta y creo que está a punto de pararse y venir a alcanzarme pero al final sólo hace un vago gesto de adiós con una mano. Se lo devuelvo y me voy.
Está buena la noche: ha bajado un poco la temperatura y sopla un viento casi fresco, cosa rarísima en el verano regio. Enciendo un cigarro. Me detengo junto a la van del Urko. Dentro, en el asiento del conductor, Vicky ronca. Pienso en lo fácil que sería rodear la manzana, ir hasta el Cutlass de Nelson que está sin seguros, sacar la automática que nuestro antiguo chofer lleva día y noche en la guantera, regresar hasta la puerta de La boda…, tronar primero al Vicky cubriéndome los ojos para que no me caigan trozos de vidrio de la ventanilla, guardar la fusca atrás en la cadera, entrar a la cantina fingiendo susto, acercarme a mi primo el Urko como para dar explicaciones, sacar de nuevo el cuete y metérselo en la jeta, uno, dos, tres plomazos, pasarle el arma a Bebito (“diles que fueron los mugrosos”) como si fuera un cetro y largarme de aquí.
(Me pregunto si mi padre habrá sido alguna vez capaz de semejante cosa.)
Pienso todo esto en mucho menos tiempo de lo que se cuenta: apenas lo que dura una fumada. Luego me echo a caminar sobre Marco Polo rumbo a Vicente Guerrero en busca de un taxi que me lleve a la central de autobuses.
Pocas calles adelante, me topo a una racilla: seis o siete gandules caguamean en un porche. Dos de ellos se paran sobre la banqueta, felones, cortándome el paso. Recuerdo que llevo debajo de los calzones un cinturón de viajero con veinte mil pesos: lo suficiente para sobrevivir un mes. Me remango y me estiro, preparándome para los putazos.
Una voz dice, desde la zona más oscura del porche:
–No se pongan pendejos: éste es el Manitas.
Los dos gandallas se acercan, me reconocen o fingen reconocerme en la penumbra y se abren, cediéndome el paso.
–Perdón, señor –dice uno.
–Mi más sentido pésame, Manos Torpes –dice el otro. Como si fuera yo heredero de qué: nada más que de un apodo.
Camino hasta los límites de la colonia Treviño mientras los carros pasan hechos verga a mi lado con los vidrios abajo y la música de banda a todo volumen. En el cruce de Guerrero y Colón doy media vuelta para mirar por última vez hacia mi barrio: una densa oscuridad salpicada por ralos foquitos de colores. Luego paro un taxi y le pido que me lleve a la Central Camionera. Y eso es todo: aquí termina Monterrey. Aquí se acaba mi Reino.
