
Morena de ojos grandes, acapulqueña de nacimiento y por ahora veracruzana por adopción. Del periodismo al teatro y de ahí a la narrativa negra, al diario de las cosas domésticas, a la crianza de tiempo completo de dos nenas se hace tiempo para lograr una obra madura, cierta, como una diva del cine noir entrando a escena.
Muestra de obra
Cada quien sus muertos
A las seis de la mañana bajó del camión, se quitó el sombrero de alas anchas y se secó el sudor con el pañuelo de seda negra, oloroso a agua de colonia Yardley. Tuvo ganas de quitarse el saco de gabardina beige pero recordó la cuarenta y cinco en la funda que le colgaba del hombro, sobre el corazón. Por instinto se llevó la mano al pecho. Al rededor todos los hombres andaban con camisa, con las mangas cortas o arremangadas; no había otra manera de aguantar el calor. ¡Pinche calor!
Se estiró y le tronaron todas las coyunturas. Se arrepintió de no traer el coche pero no quiso manejar de madrugada en una carretera que no conocía; era la primera vez que Filiberto García visitaba Acapulco. También se arrepintió de iniciar el viaje de ocho horas en el autobús Estrella de Oro para llegar a la playa, un arrebato de viejo sentimental. Aquí pensó traer a Martita para verla en traje de baño, pero tenía tres años que Martita lo había dejado solo. Solo con su vida y con sus muertos.¡Pinche vida! ¡Pinches muertos!
Pensó subir al siguiente autobús y regresar de inmediato a la Ciudad de México, pero estaba cansado. Mejor voy a un hotel y duermo todo el día. Tengo tiempo. Toda la pinche vida he tenido tiempo.
Salió de la estación y se topó con el malecón y la plaza principal: un jardín con ceibas, mangos y palmeras. Al otro lado había una iglesia blanca, con bóvedas azules y un sol hecho de mosaicos amarillos en la parte superior de la fachada. A Martita le hubieran gustado, pero él no tenía ganas de visitar iglesias ni de ver el mar, ni de tomarse una nieve, ni de usar traje de baño.
Caminó hacia la iglesia y en la esquina paró un taxi. Pidió que lo llevara a un hotel que estuviera cerca. El conductor miró a García calculando el tipo de hospedaje que podría pagar. Pinche taxista, se ha de figurar que no tengo dinero, que le digo cama a cualquier catre. Estoy viejo, pero tengo mis centavos.
–Un hotel que sea bueno.
A lo mejor siempre no me regreso. Me quedo un rato y en la noche buscó una vieja, de esas a las que sólo les importan los centavos y nada de novela Palmolive. Me emborracho, me olvido de la tristeza y de Martita.
El taxi lo llevó al hotel El Mirador. El conductor le dijo que desde allí se veía La Quebrada, pero Filiberto no tenía ganas de ver los clavados. Se encerró en la habitación. Le pareció que los muebles estaban más usados que los de su casa, aunque menos manchados de sangre. Habló a la recepción para que le subieran una botella de coñac. Le dijeron que el bar abría después de mediodía. ¡Pinche bar!, ¡pinches horarios!
Se quitó el sombrero, el saco y los zapatos de resorte; se desanudó la corbata de seda. Entró al baño y se lavó la cara para refrescarse. Salió y se tendió sobre la cama, debajo del ventilador. Le pesaron las ocho horas de viaje, los sesenta y tres años, las muertes sin importancia y la única muerte que importaba. Se quedó dormido.
Era la una de la tarde cuando despertó. Volvió a pedir servicio a la habitación y esta vez lo atendieron enseguida. ¡Pinches changos! Ahora ellos deciden la hora en que uno bebe. Por la ventana entraban los gritos de asombro y los aplausos. Se asomó al balcón. Miró, de un lado del acantilado, a los turistas que se apretujaban para ver los clavados; del otro, a los hombres que escalaban el risco para después saltar a las aguas; y en uno de los pasillos del hotel, a un tipo que sujetaba del brazo a una camarera mientras ella trataba de zafarse. No parecía un pleito de novios. Aunque con las viejas nunca se sabe, en una de esas voy a ayudarla y resulta que no necesita ayuda, que nomás se está haciendo del rogar. ¡Pinches viejas!
El hombre tomó a la mujer por los hombros y la sacudió. Ella se lo quitó de encima y lo golpeó en la cara con el puño cerrado. Se fue corriendo. El sujeto se quedó aturdido, con la sangre escurriéndole por la nariz. Filiberto había visto a muchas mujeres oponer resistencia; lloraban, gritaban, arañaban, pero era la primera vez que veía a una que pegaba como el Zurdo Saldívar en pelea de campeonato.
El chango vio para todos lados y descubrió a Filiberto en el balcón de su cuarto. Ninguno bajó la vista. García sacó un Delicado y lo encendió con un fósforo. Luego sacó la pistola de la funda y comenzó a limpiar el cañón con la manga de su camisa. Me he de ver como maje, haciendo como que limpio la pistola, pero él se ve más maje con la nariz sangrando por un golpe de vieja. No vaya a ser que ande buscando con quien desquitarse y vaya a decir, ese viejo pendejo me las paga por metiche, mejor que se dé cuenta de que no es por este lado.
Tocaron la puerta. Filiberto se metió al cuarto, cerró el balcón y regresó la pistola a la funda. Volvió a ponerse el saco y los zapatos. Abrió. La camarera entró con una charola en la que llevaba la botella y dos copas. A García le pareció sacada de un calendario de la Casa Galas; con su pelo largo y la cintura chiquita, sólo que no sonreía. Sus ojos estaban húmedos y sus pómulos estaban tensos. Traía un trapo amarrado en la mano izquierda.
–¿Era su novio el de allá abajo?
–Ese pendejo jijoesiete…
También era la primera vez que Filiberto escuchaba a una mujer fuera de un burdel decir palabrotas con naturalidad.
–Dispénseme es que…
La muchacha apretó los labios y abrió los ojos para evitar que los dos goterones se le desbordaran. No pudo. Filiberto buscó su pañuelo pero se acordó que estaba lleno de sudor y seguro apestaba. ¡Pinche pañuelo! Le ofreció la servilleta que venía con el servicio. La muchacha se secó las primeras lágrimas pero no pudo contener las demás. ¿Y si la abrazo? Igual me pongo listo y me la consigo. Pero pobre, algo le hizo ese chango. Mejor no. Dealtiro me estoy volviendo maricón.
–¿Cómo se llama usted?
–Ernestina. Tina.
–A ver Tinita, sírvase un trago para que se le baje el susto.
–Muchas gracias, señor. Pero no creo.
–Filiberto, me llamo Filiberto.
–Gracias, don Filiberto.
–Nomás uno. Verá cómo le ayuda.
La muchacha sirvió los dos tragos de coñac. Le dio uno a García y se tomó el otro de golpe. Las mejillas se le pusieron rojas. Así se ve más chula. Igual de trago en trago la emborracho. ¿Qué pensaría Martita? Que no es bueno Filiberto. Que no es un héroe como los de sus novelas policiacas.
–Ahora sí, siéntense tantito y me platica, ¿Quién era ese changuito que la estaba molestando?
Ernestina se sentó en la esquina de la cama. Trataba de hablar pero le ganaba el sentimiento. Le volvió a brotar el llanto. La rabia le descompuso el gesto. Tenía la quijada apretada y se pasaba la servilleta por los ojos con coraje. Como si le enojara estar llorando.
–Tranquila, preciosura, cuénteme lo que sea, en una de esas hasta puedo ayudarla. Usted no me conoce, pero a lo mejor soy lo que necesita para que ese changuito deje de molestarla.
–Es que es muy complicado.
–Usted no se preocupe, que estoy acostumbrado a las complicaciones.
–Era Gregorio Chávez, le dicen el Animal. Es un pistolero que trabaja para el gobierno. Vino a darme un recado.
–¿Qué tiene usted que ver con un pistolero del gobierno?
–Mi familia se dedica a la siembra de coco. Mi papá se negó a pasarle su producto a los acaparadores, porque pagan mal, y empezó a buscar acomodo por su cuenta; pero como los caciques son amigos del gobernador, han intentado jodernos por todos lados; nos pusieron un impuesto que casi quieren que salgamos poniendo. Lo bueno es que muchos están haciendo lo mismo que nosotros y juntos vamos adquiriendo mayor fuerza. Nos estamos moviendo con las embajadas para ver quien nos compra de manera directa, porque en el país no nos dejan vender. La Palmolive que nos compraba, ya no nos compra. Mientras logramos un contrato estamos con el agua hasta el cuello. Yo trabajo aquí y mi hermano Felipe anda de taxista, porque de algún modo tenemos que sostener la huerta. Como ven que no han podido doblarnos nos empezaron a mandar a sus pistoleros. Este vino a decirme que si no dejamos de voltearles a los copreros y vendemos los terrenos van a matar a todos en mi casa.
–¿Por eso le pegaste?
–No. Me dijo que, antes de asesinarme, se va a divertir conmigo un rato.
Ernestina temblaba, pero no era de miedo. Temblaba de coraje. Filiberto sabía como se las gastaban los pistoleros del gobierno, él era un pistolero de gobierno y así se las había gastado. ¡Pinches pistoleros! ¡Pinche gobierno! ¡Pinches jabones de coco Palmolive!
García se ofreció a llevarla a su casa. Quedaron de verse a las seis de la tarde a la salida del hotel. Antes de reunirse con ella enjuagó su pañuelo en el lavabo del baño, lo dejó secar y lo empapó de Yardley. Otra vez le estoy haciendo al maje, a lo mejor es puro cuento chino. Más chino que los chales de la calle Dolores. Nomás me faltó preguntarle cuánto ocupa para mantener la huerta. Otra vez haciéndole a la novela Palmolive, como cuando interrogué a Ester Ramírez, la viuda de Luciano Manrique, que en lugar de ponérmele encima como quería, le di quinientos pesos para lo que se le ofreciera. Y ahora, con Tinita, hasta me sentí mal nomás de pensar en emborracharla. Eso le pasa a los viejos, se vuelven maricones.
Se encontraron a las seis en punto. Caminaron hasta la iglesia por la calle Quebrada, sin que pasara un taxi. Salieron a la plaza. En el cine Salón Rojo proyectaban una de El Santo en permanencia voluntaria. Filiberto no se atrevió a invitarla pero le preguntó si tenía hambre. Atravesaron el jardín y Ernestina lo llevo a Tortas Ricardo’s. Buscaron una mesa del fondo, con la pared a sus espaldas y la entrada de frente. Pidieron tacos de pierna. Ella un agua de horchata y él una cerveza.
García llevaba puestos el saco y el sombrero. No quiso dejarlos porque habría tenido que dejar la cuarenta y cinco. Sin ella se sentía desnudo, más desnudo que los clavadistas que se aventaban de La Quebrada en calzones. Empezó a llover y Filiberto se alegró porque iba a refrescar y porque iban a demorarse más de lo previsto. Se acordó de Martita. Pero Martita no estaba, así que habló para no pensar en ella.
–¿Cree usted que hablaba en serio el chango ese, o nomás querían asustarla?
Tina se puso seria. Clavó sus ojos negros en los ojos de gato de Filiberto García. Pinche viejo pendejo. ¿Así es como haces plática? Mejor no abras la boca. Maricón y pendejo.
–Mire, don Filiberto. Será hace mes y medio, un líder de precaristas de allá del anfiteatro fue a buscar una cita con el presidente de la República para pedirle que les regularizara los terrenos. Era un líder que movía a mucha gente y por eso se sentía poderoso. El presidente hasta bromeó con él, porque él nomás era presidente y al líder lo trataban como rey. Sus seguidores lo protegían. Después de la reunión todos se fueron muy contentos excepto el gobernador, quien quería esos terrenos y ya les había dicho que se quitaran. Al líder lo mataron a principio de mes los pistoleros que trabajan para el gobierno. Yo digo que es en serio.
Cenaron en silencio y en silencio esperaron que amainara la lluvia. Eran las nueve de la noche cuando tomaron el taxi. Tina pidió que los llevaran a la calle Trece. En el camino le contó a Filiberto que allí, sobre la avenida Ejido, estaba el edificio de la Unión de Productores de Copra. Los caciques habían organizado un festival para celebrar el aniversario de la coprera, era al día siguiente, y hasta allí llegarían los inconformes con una marcha que partiría de Mozimba.
–Somos como 800 y tendrán que escucharnos.
Llegaron a la casa de Ernestina, una construcción de adobe con techo de teja de dos aguas y plantas en el corredor. El taxi del hermano estaba estacionado afuera. García se sintió nervioso como si fuera a una pedida de mano.
–Pase, don Filiberto, le presento a Felipe y él que lo lleve de regreso.
Entraron. La luz estaba apagada. El hermano estaba acostado en una hamaca. Ernestina lo llamó pero él no hizo caso. Encendió la luz. Debajo del cuerpo había un charco de sangre. La muchacha corrió hasta su hermano. El balazo le había estrellado media cara. Tina no hizo ningún intento por contener el llanto. Filiberto se acercó y la abrazó. Es lo malo, siempre que salgo con una mujer hay muertos. Lo raro es que este muerto no es mío. Lo bueno es que no olvido cómo se hacen, porque por ahí anda uno que ya ocupa morirse.
Acompañó a Ernestina hasta que llegaron los vecinos. Le puso en la mano dinero suficiente para el funeral y le pidió las llaves del taxi del hermano. Le dio un beso en la frente y se despidió con una inclinación de cabeza. La muerte de Felipe no tenía nada que ver con la venta de copra, era algo personal; el changuito buscó con quien desquitarse por el golpe.
Filiberto recorrió cada calle en busca de bares y cantinas. En todas preguntó por Gregorio Chávez, elAnimal por mal nombre. Algunos no lo conocían, otros decían que no lo conocían, pero Filiberto no esperaba que le dieran informes, sino que alguien le avisara al chango que lo andaban buscando.
Eran las cuatro de la mañana cuando salió del Bar Chico. Se dio cuenta de que lo seguían. Algo había picado, así que en lugar de entrar al coche siguió caminando. Se fue para el lado de La Quebrada, como si fuera de regreso al hotel, despacio, para que el perseguidor no supiera que lo había descubierto. Dio la vuelta en una esquina y se pegó a la pared. Escuchó que el hombre aceleró su paso y, cuando dobló, el paisano se encontró con la cuarenta y cinco enfrente de su cara.
–¿Quién eres y por qué me sigues?
El hombre alzó las manos sin decir una palabra. Filiberto sintió un golpe en la nuca y luego nada. Despertó unas horas después. Ya había amanecido. Estaba rodeado de hombres vestidos de paisano. Trató de identificar a qué bando pertenecían. ¡Pinches bandos! No eran pistoleros del gobierno, tampoco narcotraficantes, ni se parecían a los comunistas. Se veían como campesinos, nomás que con rifles. Se llevó la mano al pecho pero no tenía su cuarenta y cinco. Tampoco traía en la bolsa su navaja de resorte. A lo mejor me toca ser el muerto.
–¿Por qué andabas buscando alAnimal?
El que hablaba parecía ser el líder. Un chamaco de bigotito ralo y camisa desfajada. Filiberto sentía la boca pastosa, como si se hubiera emborrachado.
–Quiero cobrarle algo.
–Es peligroso andar buscando a un hombre así.
–¿Porque tiene amigos como ustedes?
–No somos sus amigos.
–¿Entonces quiénes son?
–Diga quién es usted.
–Filiberto García, para servirle.
–Mira lo que traía, Lucio, el viejo es policía.
–Era, pero ya no. Ahorita soy turista.
–¿Por qué andabas buscando alAnimal?
–¿Quién pregunta?
–Lucio Cabañas.
–Mucho gusto.
–¿Está con los copreros?
–Estoy con una amiga que está con los copreros.
–Nos dijo un informante que hay peligro para los amigos de su amiga. El edificio al que van a ir al rato está tomado por pistoleros. Entre ellos al que busca. Van a provocar un enfrentamiento.
–¿Por qué no les avisan?
–Ya les avisamos a los dirigentes, pero no hicieron aprecio de nuestras palabras, dicen que son rumores. Que nosotros estamos ciscados por lo que pasó en mayo en Atoyac, pero que eso fue porque éramos poquitos y que ellos son muchos. Que van a recuperar el edificio por las buenas para las organizaciones independientes y van a sacar a los acaparadores. Dicen que van en paz, pero la paz de los sepulcros es la que van a darles.
–¿Es de fiar su informante?
–Es gente de Genaro.
–¿Genaro el guerrillero? Me enteré que está preso.
–Desde el año pasado, pero la Asociación Cívica Guerrerense sigue libre, y ahora en Atoyac el Partido de los Pobres. Dígale a los amigos de su amiga que con este gobierno no se puede por las buenas, que si quieren un cambio se sumen a la lucha.
–Yo les doy su recado ahorita que los vea.
–Ya deben ir marchando.
–Nomás que no me puedo ir sin pistola.
A una señal de Lucio, un hombre le entregó a Filiberto la cuarenta y cinco, la navaja de resorte y la cartera vacía. El dinero iba para la causa. ¡Pinche causa! Lo sacaron del lugar con los ojos vendados y lo dejaron en la esquina de donde se lo llevaron. Fue por el taxi de Felipe y pasó al hotel por sus cosas. También se llevó la botella de coñac. Ya parece que voy a andar de recadero. Cada quien sus muertos. Me voy a la casa de Tinita, velamos a su hermano y le digo que me la llevo a la ciudad de México con todo y su familia, para eso tengo un edificio de departamentos, para llevarme a vivir a quien se me dé la gana. Nomás que está el asunto de Gregorio, que se me está quedando a medias y no me gusta dejar las cosas a medias. ¡Pinches asuntos!
Frente al edificio de la avenida Ejido estaba el contingente de copreros gritando consignas contra los dirigentes charros y los acaparadores. Filiberto se detuvo. Comenzaron los disparos, las carreras, los gritos y los empujones. Fue rápido. Matar no es un trabajo que quite mucho tiempo. Antes éramos artesanos, hacíamos los muertos de uno por uno. Ahora se fabrican en serie. Eso es el progreso. La revolución hecha gobierno.
Llegó la policía, rápida como siempre que está planeado que lleguen después de los balazos. Filiberto sacó de la cartera su placa federal y se acercó al mitote. Los pistoleros salieron con las manos en alto. Luego se veía que no tenían miedo. Todo estaba previsto, seguro los dejarían salir en unas horas. Entre ellos reconoció al Animal. Lo detuvo.
–Este es mío. Me lo llevo.
Mostró sus credenciales al policía del estado que llevaba a Gregorio. El Animal también lo reconoció. Empezó a buscar con los ojos de donde agarrarse. No halló de dónde. Corrió. Filiberto apuntó la cuarenta y cinco y al Animal cayó muerto entre los copreros acribillados. El jefe de la policía se acercó a Filiberto.
–Era por un asunto federal, pero quiso escapar. Ni modo.
–Tenía orden de llevarlos a todos.
–Te lo puedes llevar, a mí ya no me sirve.
Filiberto se metió al taxi. Ya había hecho al muerto que le correspondía. Ahora podía ir con Tina y abrazarla mientras lloraba la muerte de su hermano. Por primera vez le pesaron los muertos que él no hizo, quizá porque eran muchos o porque todavía creían en la justicia y en arreglar las cosas por las buenas. Tomó un trago de coñac a la salud de los copreros. No llevaba flores al velorio. ¡Pinche velorio!
