Marxitania Ortega

Acapulco, 1978

Acapulqueña radicada en la Ciudad de México. Lo social es inherente a su trabajo, la política, el legado que dejó un libro como Guerra en el paraíso y que ella continúa con Guerra de guerrillas. Guerrero, en su trabajo, es un lugar de choque, conflicto y de diversas derrotas.

Muestra de obra

Bienes terrenales

Casilda heredó de su abuela su nombre y dinero para comprarse una casa.
— Una casa – dijo el señor notario ajustándose los lentes sobre la nariz– la Sra. Arizmendi era enemiga de esta fiebre de construcción de departamentos que padece la ciudad. Quería una casa para ti.
Casilda tenía poco tiempo para ejecutar la voluntad de su abuela. El buscador de Google arrojó 4 millones 120 mil publicaciones relacionadas con las palabras: «casas en venta Ciudad de México», que redujo a 500 mil al incluir el adjetivo «baratas». Descartando el Oriente de la ciudad y el Norte, concentrándose en aquellos barrios que le gustaban, sólo trece constituyeron la lista de propiedades que, según sus anuncios, eran buenas oportunidades.
A su primera cita llegó puntual. Ubicada a unas cuadras del antiguo convento de Churubusco, en el callejón de Irlanda, la propiedad era pequeña y vieja pero estaba bien situada. La casa parecía abandonada, pues las ventanas estaban tapiadas con madera, aunque por las herrerías aún subían algunas enredaderas.
Casilda se dispuso a esperar, protegiéndose del sol en la sombra oblicua de un muro. Todas las puertas que daban al callejón estaban cerradas, excepto una de madera vieja y desvencijada a través de la cual se podía ver la larga hilera de pequeñas casas de una vecindad. Al lado había un puesto de pollos. Sobre las flores estampadas del mantel de plástico, vísceras, alas, muslos y otros pedazos pequeños del cuerpo de las aves yacían inertes. Detrás de la mesa el pollero destazaba con unas enormes tijeras una pechuga. Las moscas danzaban felices sobre la exposición.
No tardó en sentir la muchacha la mirada del vendedor de pollos sobre su rostro. Anduvo hurgando y luego se quedó en sus labios unos segundos antes de bajar al cuello y a los hombros, queriendo encontrar en su pecho algo más que el grueso tejido de su ropa. Casilda no soportó el escrutinio. Caminó y se alejó del callejón. Estaba acostumbrada a ser observada en el escenario, pero ahí, las miradas no estaban en su cuerpo si no en su danza, y los ojos de los espectadores se desplazaban con su movimiento, en cambio la mirada fija de ese hombre en el callejón solitario, le resultó intolerable. Además estaba nerviosa, o inquieta, como si su cuerpo estuviera anticipando una sensación aún más incómoda.
La agente de bienes y raíces llegó veinticinco minutos después de la hora acordada. Las excusas salieron de su boca atropelladas. Evitó inferir que el temblor en los ojos azules de la muchacha era de rabia y si Casilda la disculpó fue porque a pesar de su hablar lento y pastoso, a pesar de la gruesa capa de maquillaje que empezaría a derretirse con unos minutos más de sol, la mujer parecía ser una buena persona que intentaba ganarse la vida.
De su enorme bolsa negra sacó un manojo de llaves. Probó cinco diferentes en la cerradura de la casa hasta que por fin abrió la puerta. El olor característico de las casas encerradas las envolvió. Algo sintió la vendedora en el cuerpo de Casilda, un titubeo o una resistencia a entrar. La sostuvo del brazo para jalarla suavemente hacia adentro.
—Pase, pase. Le va a gustar.
La vendedora encendió la luz y los daños de la humedad en las paredes fueron visibles. El piso de madera chirrió ante cada uno de sus pasos.
—La casa necesita sus remodelaciones – dijo la agente– ¿tiene niños?
—No– contestó la muchacha.
—Ah, pero la casa cuenta con varias habitaciones para cuando decida tener familia. Venga, le muestro.
Casilda escuchó el crujido de la madera de las escaleras y pensó que se romperían con el peso de la vendedora. El espacio de arriba era más oscuro aún. Pensó en decirle que no estaba interesada, que tenía que irse, que no era su culpa que fuera tarde, pero la vendedora se quejaba porque no encontraba el interruptor de la luz y Casilda decidió terminar de subir a tientas y ayudarle. Pensó que por eso le gustaban los departamentos, los espacios nuevos y acotados que puedes recorrer con una sola mirada, fáciles de limpiar, sin escondrijos para el polvo, sin un piso de arriba en el que no sabes qué hay o un patio trasero en el que no sabes qué habita.
Ya con luz vieron que estaban en una habitación llena de muebles amontonados unos sobre otros. Arriba de un ropero una garza negra con las alas extendidas las miraba. Las plumas del ave disecada estaban empolvadas.
— Los dueños aún no terminan de llevarse todo. Pero venga a ver esta otra habitación que es la más iluminada – escuchó que la llamaba la vendedora desde la otra recámara.
Casilda se asomó con prudencia, la luz de la ventana la deslumbró. Algo parloteaba la agente de bienes y raíces sobre la orientación de la casa y sobre los closets y no se percataba de que a su lado otra mujer, pequeña y delgada, miraba hacia la ventana. Casilda no podía apartar los ojos de la extraña silueta. Su cabello blanco y largo era tan escaso que el rosa del cuero cabelludo se asomaba entre los mechones. Un camisón ligero velaba los huesos puntiagudos de sus codos y al final de unas manos tiesas, se veían sus largas uñas. Casilda sintió un tapón en la garganta cuando vio a la silueta voltearse hacia ella. Demacrada, de una palidez amarillenta, con grandes bolsas bajo los ojos, la mujer trataba con dificultad de levantar la mueca de su boca para esbozar una sonrisa, luchando como si le pesaran sus músculos faciales. Cuando la miró directamente a los ojos, Casilda sintió una tristeza que no cabía en su cuerpo. Se agarró de la puerta para no caer, dio media vuelta y se obligó a salir de ahí.
Caminó por el callejón hasta el puesto de pollos que desprendía un ligero olor a putrefacción. A Casilda no le molestó, era, al fin y al cabo, olor a materia orgánica, en descomposición pero materia orgánica, el otro olor, el de la casa, era un olor a sufrimiento y ausencia.
«Sí, ya voy, estaba mostrando la casa de Marga López», alcanzó a escuchar Casilda a la agente de bienes y raíces que hablaba por su celular mientras caminaba hacia ella visiblemente enfadada.
— Marga López, ¿la actriz? – preguntó la muchacha cuando la mujer terminó de hablar.
— Sí, fue su primera casa aquí en Coyoacán. Los hijos están vendiendo todos sus bienes, pero esta casa no se ha vendido. Debe ser porque necesita muchas remodelaciones, por eso está a muy buen precio. ¿No le interesó, verdad? – preguntó la vendedora sin tratar de disimular su desilusión.
Marga López, pensó Casilda. Ella tenía una imagen borrosa, en blanco y negro de la actriz, pero recordó que a su abuela le encantaba, y sonrío al recordarla en las tardes, sentada cómodamente frente a su tele, con un vasito de tequila, uno de sangrita y un platito de cacahuates japoneses, disfrutando los melodramas que su contemporánea estelarizaba.
Así en la calle, entre los autos y el tumulto de gente, Casilda podía evocar sin miedo el espectro de Marga López e incluso podía reír de lo extraño que sería utilizar la herencia de su abuela para comprar la casa de su actriz favorita, con su espíritu incluido. Entre la gente, en el sol, no sentía miedo porque a lo que le temía no era a la proximidad de los espíritus, sino a la soledad de ver lo que nadie más puede ver.
Su siguiente cita fue en la colonia Xoco, un antiguo barrio que quedó encerrado entre nuevos centros comerciales y de negocios. La demolición de las viejas casas del barrio parecía una epidemia. Cuando una casa era demolida y empezaban las explosiones para construir los cimientos del nuevo edificio, las casas contiguas se dañaban y ya sin sol y con los muros fracturados no tardaban en ser rematadas a las mismas constructoras que habían iniciado el mal. Así caían una tras otra por doquier, convirtiéndose en cientos de pequeños departamentos «estilo europeo».
La casa que fue a ver Casilda estaba en un condominio horizontal construido en los años 70. Al entrar un guardia de seguridad le pidió una identificación y la hizo registrarse.
Esta vez la agente de bienes y raíces la esperaba, era una mujer joven y agresiva.
—¿No es precioso el condominio? Muy seguro y tranquilo – comentó al abrir la puerta.
En la entrada de la casa Casilda volvió a sentir el olor a olvido y a desesperanza. —¿Quién vivía aquí? –preguntó.
—Creo que una pareja ya grande– contestó la vendedora, quien le mostró una estancia pequeña – Está muy bien distribuido el espacio. Así era en los años 70, hacían mucho con poco.
A Casilda el lugar le resultó pequeño y claustrofóbico.
— La recámara principal es más grande. Es conveniente cambiar la alfombra –dijo la mujer– porque yo creo que es la original. Yo también cambiaría el cancel dorado porque está pasado de moda, pero excepto por esos detalles la casa no necesita remodelación, está lista para habitarse. Vamos al sótano. Verá que es un lugar bonito que podría adaptarse para un cuarto de televisión.
Casilda bajó con precaución, temía encontrar ahí el espíritu que había sentido. Efectivamente, el sótano era un espacio iluminado y bien ventilado que se podía recorrer de una sola mirada. Quizás se había equivocado y en esa casa no había nada.
A veces Casilda percibía la presencia de los espíritus, lo sabía cuando tenía sensaciones que no eran suyas, como cuando sentía mojada su piel pero no estaba ni cerca del agua, o cuando una tristeza insostenible la hacía llorar sin motivo, o la rabia le apretaba la mandíbula hasta que le rechinaban los dientes. Muchas veces también olía el abandono de los muertos, o les escuchaba quejas y razonamientos, y aunque desde niña no le pasaba, podía verlos; pero también, muchas veces, Casilda se equivocaba.
—¿Le gustó? Esta puede ser la casa de sus sueños –dijo la vendedora, acompañándola a la salida.
Nada tenían que ver sus sueños con ese lugar, pensó Casilda molesta, ella jamás viviría en una fortificación en la que se prometía cierta felicidad. Caminó por la colonia observando las nuevas construcciones y al pasar por el panteón de Xoco extrañó a su abuela. Ella fue la que se dio cuenta de sus visiones y la llevó cuando aún era chiquita a que la curaran, para que no fuera a agarrar la maña de andar hablando con los muertos.
—Hay cosas que no deben ser vistas, niña – le dijo la curandera mientras le sobaba la frente y la nuca – Y si sigues hablando con los espíritus, te vas a volver loca.
Una señora alta y regordeta, con los ojos tan salidos de sus orbitas que mostraban una clara irregularidad tiroidea, la esperaba para mostrarle otra casa, en el corazón de la colonia Narvarte. Las recibió, cuando entraron, un pequeño jardín seco. Había pasado mucho tiempo sin que nadie se parara por ahí a regar. La casa tenía ventanas amplias, pisos de madera y estaba recién pintada, pero la humedad ya empezaba a botar la pintura en algunas partes.
—El salitre es un problema en toda la ciudad –dijo la vendedora cuando vio a la muchacha queriendo romper una burbuja de pintura – recuerde que no muy lejos de aquí pasaba el canal de la Viga. Además, es una casa vieja. Ahora ya les ponen tabiques impermeables a las nuevas construcciones.
—¿Cuándo la construyeron? –preguntó Casilda.
—Debe haber sido en los años 50 –respondió la señora y preguntó si quería subir a la planta alta.
El piso de arriba tenía dos habitaciones, desde ahí pudo observar el jardín del traspatio y lo que la vendedora llamaba «el anexo», un departamento de dos pisos, un baño y una cocineta.
—Es un departamento totalmente independiente que usted podría rentar, y así tener un ingreso extra –dijo la mujer.
Casilda quiso ir de inmediato. Bajaron, cruzaron el traspatio y entraron al departamento. El espacio era ideal para un estudio de danza, tenía piso de madera y estaba bien iluminado. Ese sí podría ser el lugar de sus sueños. Una casa con un pequeño jardín y su estudio. Imaginó las paredes cubiertas de espejos, el jardín lleno de plantas, y la duela bien pulida. No pudo resistir el impulso de zapatear, sus tacones percutieron el piso. Casilda escuchó entonces un sonido brillante que rebotaba por las paredes. El sonido trenzaba en el aire los acordes de una música sacra, generando una armonía tensa e hiriente. Pensó que era un órgano. La muchacha miró a la agente de bienes y raíces que estaba concentrada llenando un formato. Era claro que ella no estaba escuchando nada. Casilda conocía bien esa música, era el preludio de Adamo Volpi que le trajo de golpe su vida infantil en el coro de la iglesia. Cuando las notas cambiaron y se volvieron más ligeras, supo que no era un órgano lo que estaba escuchando sino quizás un acordeón. Casilda obedeció el impulso de su cuerpo que la llevó a desplazarse en el espacio e impulsada por sus brazos, comenzó a dar vueltas. La muchacha giraba feliz ante los ojos saltones de la vendedora. Cuando terminó la danza , jadeante, Casilda dijo:
—Estoy interesada.—No quiere ver el piso de arriba –le preguntó sorprendida la mujer. —No hace falta.
—¿Quiere que le tramite su crédito inmobiliario? – preguntó la vendedora seductoramente.
—No es necesario –respondió la muchacha.
—Voy a llamar a mi jefe para preparar los papeles –dijo la señora, feliz al anticipar su comisión.
Más tarde, ya sola, Casilda tuvo miedo. La casa era grande y vieja y un espíritu la habitaba. Era un músico, pero estaba muerto. ¿Y si era violento? ¿malvado? ¿resentido? No todos los espíritus son capaces de soltar sus pasiones terrenales, ella lo sabía, y no todos eran confiables. Pero ¿cuántos, vivos o muertos, podrían hacer una música tan hermosa? Alguien capaz de tocar el cuerpo y el alma con su música de esa manera no podría ser malvado.
En un acto de prudencia Casilda pensó que lo mejor sería respaldar su decisión. Le pidió a su primo ingeniero y a su abogado que la acompañaran a ver la casa. También pensó que tenía que ver al fantasma para decidir si podría cohabitar con él.
Cuando volvió a la casa, la vendedora la esperaba con el expediente de la antigua escritura, que su abogado procedió a revisar. Su primo ingeniero miró sin curiosidad las paredes y la tranquilizó diciendo que la humedad de los muros no era un problema serio y comentó sobre las posibles soluciones temporales. La muchacha no ponía atención a los comentarios de su pariente, sólo escuchaba la música que llegaba desde atrás.
—¿Quién vivió aquí antes? – preguntó Casilda al abogado.
—Según estos documentos, Salvador Nava es el propietario actual. Compró la casa el año pasado para su mujer. Estaban recién separados. Arregló el departamento de atrás para vivir cerca de su familia, pero a la ex esposa no le gustó el arreglo, por eso la está vendiendo– dijo el abogado.
—¿Y el anterior?
—Juan Núñez.
¿Sería él? se preguntaba Casilda, con la sensación de que no podría sacar mucha información de las escrituras.
—¿Cuando compró la casa? – volvió a preguntar.
—En 1972 –
—¿Y antes? – insistió.
—No hay registro, pero todo está en regla. Si te interesa la casa, legalmente no tiene inconvenientes. – expresó con seguridad el abogado.
Casilda dijo que iba a tomar unas medidas en el departamento de atrás. Necesitaba ver al espíritu del músico antes de comprar la casa. ¿Quién era? ¿Tocaría todo el tiempo? Sin hambre, sin sueño, ¿estaría condenado a tocar eternamente?, se preguntaba mientras subía las escaleras.
Se detuvo en el último escalón sin atreverse a mirar. El acordeón sonaba muy fuerte y Casilda sintió que las paredes vibraban. Ver a los espíritus siempre le causaba dolor en el alma. Cuando se atrevió a poner sus ojos en el acordeonista sintió un calor que le inundó la cara y de sus ojos comenzaron a escurrir lágrimas.
El músico tocaba como si no hubiera notado su presencia, con su cabeza ligeramente recargada en el acordeón, como si escondiera su rostro. Casilda lo observó. Tocaba con los ojos cerrados, totalmente absorto en la música que producía, pero su cuerpo se movía en un vaivén que acompañaba el abrir y cerrar del fuelle del instrumento. La muchacha no pudo evitar hacer un escrutinio de la imagen. El cabello negro perfectamente peinado contrastaba con su piel muy blanca, también descubrió bajo la nariz afilada unos labios carnosos que se apretaban en algunas notas. Los dedos de la mano derecha del músico brincaban sobre los botones blancos del instrumento, y los de la mano izquierda, en un ritmo distinto, andaban sobre las teclas. Casilda pensó que abría y cerraba su instrumento para respirar y después de un tiempo sintió como ella misma también se abría y se cerraba en algunas notas.
No supo cuanto tiempo estuvo contemplando al acordeonista ni cuanto tiempo hubiera podido seguir si su primo ingeniero no hubiera llegado a interrumpir.
—Casilda ¿Qué te pasa? ¿Estás bien?
Cuando volteó, vio en la cara de su primo el mismo gesto de preocupación y sorna que desde niña provocaba en sus familiares, acostumbrados a considerar sus rarezas como excentricidades propias de los artistas.
—Estoy bien. !Vamos!
El primo ingeniero aprobó la construcción, el abogado aprobó los papeles y la transacción se efectuó sin dificultad.
Algunas semanas después, dueña de su casa, Casilda reparó las paredes, renovó la tierra y sembró pasto, jitomates, una magnolia y una acacia. Trajo unos pocos muebles, dos sillones, una cama, una mesa y un pequeño escritorio.
En el departamento de atrás colocó espejos en las paredes, remodeló el baño, pero no volvió a subir al segundo piso. La música de acordeón continuaba siempre que ella estaba ahí y a veces, muchas veces, Casilda bailaba. Una tarde, cuando los espejos estuvieron listos bailó una mazurka. Otra mañana, después de preparar café, bailó varias versiones de danzas antiguas, y otra noche Casilda siguió el compás de un tango.
Pocas razones encontraba la muchacha para salir de su casa, pero el mundo se las arreglaba para entrar a ella. Un vecino anciano tocaba su puerta de vez en cuando para contarle anécdotas del barrio que la muchacha siempre parecía estar dispuesta a escuchar. Vivía en la casa de enfrente, sólo tenía que cruzar la calle y tocar la puerta de su vecina para relatarle que ahí había nacido y ahí había vivido, que fue panadero, taxista, carpintero, y ahora estaba sordo y le quedaban pocas cosas por hacer. Casilda no hacía preguntas, pero se esforzaba para que el viejo la escuchara cuando él preguntaba algo.
—Soy bailarina –gritó cuando le preguntó a qué se dedicaba.
—Flamenco –volvió a gritar cuando le preguntó qué tipo de danza hacía.
—¡Qué coincidencia! –dijo el viejo– en esta casa vivieron una bailarina y un músico. Uno muy bueno. Un acordeonista italiano. Se llamaba Aldo. Aldo Rizzardi. Pero su mujer, muy bella, por cierto, como usted, se fue con otro. Casi se vuelve loco. Se encerró mucho tiempo y dicen que se sentó en una silla a tocar el acordeón durante muchos días. Luego se recuperó, se cambió de casa y ya no supe nada de él.
Casilda sintió que estaba viendo en una pantalla la historia del viejo. Pensó varios días en el acordeonista hasta que se atrevió a escribir en Google su nombre. Ahí apareció, en una foto, un poco más joven que como ella lo había visto. Estaba la lista de su discografía y algunos audios de música popular que aún no le había escuchado.
Durante varias noches soñó con él. Varios días después por fin se animó a ir a verlo. Los acordes de una danza antigua que ella conocía bien la recibieron en su estudio. Subió las escaleras. El cuerpo del acordeonista se movía suavemente con el acordeón. Tocaba la Danza de las hachas, Casilda la conocía y su cuerpo no se resistió, bailó frente a él.
Algo debió haberle gustado al fantasma, la bella palidez del rostro de Casilda, la profundidad de sus ojos azules, la cadencia de sus movimientos o quizás su parecido con otra bailarina, porque por primera vez la volteó a ver. Miró sus pies que se movían con la misma agilidad con la que sus propios dedos brincaban por los botones del acordeón. Luego observó los músculos extendidos de sus piernas y recorrió toda su longitud hasta su pelvis, de dónde parecía salir el movimiento. Y sólo entonces, la miró toda. Casilda paró en seco. Cuando encontró los ojos del acordeonista sintió que volvería a llorar, pero se quedó de pie, sin huir, sin quitar la vista del rostro de músico. Luego sintió el calor de su sangre fluyendo a toda velocidad. El acordeonista volvió a tocar una pieza extraña, que Casilda no había escuchado nunca, pero que sentía que la tocaba para que ella danzara. Bailó y el gozo de su danza fue venciendo el miedo que aún le tenía a la muerte.
Esa noche lo soñó. La música de acordeón sonaba, pero a quien tocaba el fantasma era a ella. La sostenía de la cintura y recargaba en su hombro su cabeza. Ella se dejaba tocar, su cuerpo se abría y se cerraba para que el espíritu de Aldo Rizzardi respirara.
En la mañana Casilda tuvo miedo. No había salido en semanas. No quería volverse loca. Con un café en mano, decidió retomar su vida, el flamenco, sus ensayos y sus amigos. No quiso volver a ver al acordeonista. Prendía la radio para no escucharlo y cuando la curiosidad amenazaba con sobrepasarla ponía un buen cante jondo y zapateaba para atemperar las ganas de ir corriendo a verlo.
El día de su cumpleaños Casilda hizo una fiesta. Por fin sus amigos conocerían su casa. Comieron, tomaron buen vino y entre la buena charla y la música electrónica, Sergio, que fue su novio en muchas temporadas en la escuela de danza, la besó. Ella no lo rechazó, sintió los labios de Sergio como quien siente el vidrio de un vaso, el metal de un cubierto, nada. Las ganas de ver al acordeonista y de bailar su música se volvieron insoportables. Se alejó de su amigo, tomó un par de copas de vino como si fueran agua y ya embriagada y valiente, escapó a su estudio. No había música. La asustó el silencio, la ausencia de la música que había sido parte de ese espacio. Casilda temió que no estuviera, que el espíritu se hubiera desvanecido. Subió corriendo. La silla estaba vacía y el acordeón estaba en el suelo, pero él estaba parado al lado de la ventana, tan real como ella misma, mirándola, casi sonriente.
Casilda se acercó a él con miedo de que al tocarlo sus manos lo atravesaran. Cerró los ojos y cuando sintió bajo las yemas de sus dedos la suavidad de su piel, volvió a respirar. Recorrió su rostro, sus labios carnosos y los ángulos de su mandíbula. Abrió los ojos y se dejó abrazar. No sintió la urgencia ni el deseo que le había provocado en sus sueños, sino una felicidad tibia y luminosa que recorría todo su cuerpo.
Pasaron varias horas antes de que sus amigos la encontraran, desnuda e inconsciente, tirada en el piso de su estudio.
Al día siguiente, la bailarina se disculpó con sus amigos y culpó al alcohol porque tenía que decir algo coherente, aunque en realidad poco le importaba.
Si Casilda hubiera tenido un medidor de vitalidad, de esos que tienen los héroes de los videojuegos, hubiera podido enterarse que su vida se estaba consumiendo. En sus sueños bailaba amplios repertorios de danzas antiguas conducida por el cuerpo ágil del acordeonista y en el día volvía a bailar para él extasiada, hasta que el cansancio la llevaba a refugiarse en el tibio abrazo del músico, que encontraba en el cuerpo de la muchacha, la vitalidad que solía obtener de la música.
El cuerpo pálido de Casilda, morado de besos, de mordidas y de huellas de sus encuentros amorosos, se consumía, pero sus ojos más azules que nunca, vibraban infatigables.
La última noche que la vieron salir de su casa fue para ir al Teatro de la Danza. Sin guitarrista y sin montaje, sin compañeras, bailó sola. Prescindió de sus hermosos vestidos rojos, del maquillaje y del peinado elegante adornado con flores. Pálida y con el cabello suelto, Casilda bailó para un teatro semivacío la música que sólo ella escuchaba.
Sola llenó el escenario. Los que quisieron la vieron transformarse en ángel barroco y en muñeca de porcelana. Algunos también vieron a la amante desesperada, buscando en los recovecos del escenario la presencia del amado, cerrando y abriendo su cuerpo como si fuera ella misma el acordeón de un fantasma.
De los que estaban ahí, sólo el vecino sordo de Casilda, de 87 años, carpintero, taxista y panadero, escuchó en el cuerpo de la bailarina la cadencia del tango, danzas medievales y hasta valses porfirianos, pero casi todo el público alcanzó a percibir la tristeza en los movimientos mudos de la bailarina, cuya milonga final terminó de helarlos.
Al salir del teatro el viejo supo que esa era la última vez que veía a su vecina. Él todavía vivió para ver sucumbir la casa de enfrente, víctima de la epidemia de demoliciones que comenzaba a destruir su barrio.