
Pálido y delgado con ese aire tímido o suspicaz, dirán algunos, que lo hace parecer un espía, un sujeto en una misión policial. Escribe para todo público: niños, jóvenes, chicas enamoradas, ancianos tristes. Es dueño de un perico llamado Otto.
Muestra de obra
¿Es reconocerse o no es reconocerse?
Tratas de convencerte: este cuarto no existe. No eres tú quien estira el brazo para de nuevo no encontrarla a ella junto a ti: un segundo antes podrías haberla tocado mientras se desvanecía, pero ahora es tarde, siempre es tarde. Eres un perro de película muda que persigue su propia cola y gira interminablemente; por momentos trota, por momentos disminuye la velocidad. Y cómo pesa llevar la noche a cuestas: un fardo impronunciable. Te cubre una capa de ignominia que se petrifica con gran rapidez. Luego de la erupción de negrura, la calma de piedra, y que cada quien encuentre su sendero. No quieres regresar al descarnado reducto, ¿para qué respirar más dolor? Es necesario internarse en los parajes inauditos; ellos son el refugio, la salvación autista. Hay que ser árbol de nuevo, pensar madera, vivir hojas: ahora participas del cielo y de la tierra; absorbes el misterio luminoso de los rayos del sol y la humedad ciega y mineral del humus. Hay que viajar para siempre en un automóvil con los amigos, cada quien con su cerveza en la mano, escuchando música, bajo la lluvia y sin destino. Hay que ser sólo voz y callar de vez en cuando: sin cuerpo, sin necesidades ni deseos. Tú no habitas esta casa, los vecinos te desconocen, no vives en esta ciudad. Tus registros pertenecen a otro mundo. Las piernas, estás perdiendo las piernas, se te desmoronan como terrones de azúcar. Cuidado. Alquimia y tauromaquia. Tajadas y tajadas de oscuridad. ¿Cuándo dejará de moverse tu brazo de esa manera?: trompa de elefante, arrugada, triste. La soledad es un reflejo que te obliga a dar brazadas. Se te olvidan tus ojos, se te olvida la nariz, se te olvidan los dedos; se te olvida que olvidas. De pronto: nada. Estás cerca de ningún lado, pero la paz también sabe rugir a cañonazos: como un aerolito que traza su ruta para chocar contra ti, aparece su cara. ¡Demonios siderales!: qué instrumentación de tibias amenazas. ¿Cómo escamotear la tristeza? Tratas de convencerte: no siento nada, no siento nada. Nunca recorrerás otra vez la terca circularidad de sus pezones con tu lengua. Ya las cadenas son de trapo, ya las caricias son de salva. Y todos lo besos que no le diste. Selvas marchitas, voces incandescentes. No tomarás su cintura entre tus manos para estrangular el tiempo. Aleluya, aleluya. Y tú esperas, desde la dinámica de la ausencia, aguardas que los focos se espiguen, que los postes te escupan. ¿Te das cuenta?: ¡cómo se manchan las manos de extrañarla, cómo se quiebran las uñas de no tocarla! Tratas de convencerte: no soy yo, no soy. La música te alivia en algunos trayectos de este recorrido irresponsable: has dejado la radio encendida allá en el otro lado, la región más obscena. Flotan en el ambiente retazos de pálidos sonidos: rompecabezas estereofónico que todo lo anega. Mensajes demenciales: la diatriba persecutora de un predicador enhiesto. Es un poco peluquero quien cultiva hormigas en la calva del vecino. Ortigas rutilantes. A veces las palabras parecen no tener sentido, sin embargo entiendes, bien comprendes la idea, y cuando tú tienes que explicarla ante los demás, el pizarrón no te ayuda. El gis no quiere pintar con firmeza, los signos que dibujas son grafismos bellísimos, pero nadie capta tu idea. Te vuelves. Das la espalda, das la nuca, los antebrazos, las pantorrillas. Llegas al mar de los Sargazos. Las olas están pariendo a Venus. El careo de rigor se efectúa bajo la vigilancia de las aves más severas. Sí, es ella: reconocerías sus manos en cualquier museo, su aliento en cualquier perfumería. Cuidado a estribor, comienza a materializarse tu abdomen: el ombligo es un rastro del error; es necesario extinguirlo. Vaya, has llovido mucho, estás cansado; has sido actor y espectador de tu propio drama. Intentas convencerte: no hay nada aquí, sólo este ingrávido porcentaje de vigilia. El paraje está cambiando, huele a musgo. Los helechos susurran algo acerca de ella, de su edad de siglos quebrantados. Por eso ya la extrañabas antes de conocerla; por eso el estanque evaporado en tu corazón. ¿Oyes la sonata?, ¿quién puede condenar a los pianos por esa demostración de nostalgia de la que son capaces? Vamos, convéncete: no volverás a desabotonar su blusa, no perderás tu nariz entre sus piernas. Sólo te queda el consuelo de las ballenas, la comprensión de las nubes. Naciste con cara de hermano, por eso las personas te identifican en las esquinas y cada una cree que le perteneces un poco; por eso la reciclada familiaridad y las demandas reiteradas. ¿Ya tienes suficiente? ¿Quieres seguir hurgando en su desaparición? Escucha, San Sebastián de los Recuerdos, a flechas eres preservado, pero tienes que recomponer el rumbo antes de encallar. Viraje a treinta grados. Llegas a la casa paterna, la casa grande. Abres la puerta. El zumbido del frigorífico es ensordecedor, las corcholatas de colores vuelan por los pasillos. Retornas al espacio primigenio; te golpeas contra las paredes de ese cuarto que no es este cuarto, pero que lo calza con facilidad. Que el Diablo se apiade de ti. Ella no está, ¿cómo podría? Regata y fuga. Existes parapetado en el fondo de una botella, escondido en el alma de una roca. Oh, la constante flama de los objetos y la pupila que percibe más de lo que quisiera: cómo te hiere la mirada todo lo que no es ella. Fotografías de miles de ti, que se dislocan. Estás perdido en los dominios del lodo y el canto. Aleluya, aleluya. Convéncete: no eres tú quien piensa esto; no eres tú el que profundiza en la cátedra del olvido. Que te sirvan otra vida, que te cambien de orfandad. El fracaso es un cartílago que traes muy adentro. No supiste retenerla, sus manos se te escurrieron vergonzosamente. La viste torcer la boca, la viste alejarse a través de las paredes. En la médula de tu reposo hay un movimiento frenético, un fervor rencoroso. Vuelves a palpar el colchón: la condena de un Sísifo enmarañado. Las reglas de este mito aún no se cincelan. Eres martillo de cristal, fuego helado. Qué brillante autoridad en el desierto, qué ferocidad domesticada la tuya. No volverás a discutir con ella, no dormirás a su lado sin tocarla, sintiendo sólo cómo te llamaba su calor. Convéncete: eres una pintura de trazos burdos: en tu dimensión no cabe el sentimiento. Las entrañas de aquellos días soleados se abren nuevamente: abanico en braile para cello y melancolía. Compruebas la densidad de cada instante: el hervidero de oro en su cabeza, su vestido guinda inscrito en la ligereza del viento, sus piernas remontando el amor clarividente. Cuánta prisa tiene la felicidad por ser derrotada. Este es tu conjuro, tu manera de pedir. Un toro te persigue porfiado, bufa a tu espalda pero no te vuelves a verlo: tiene tu propia cara, tu propia rabia. El miedo es acicate para el sudor: lágrimas de tu piel que nunca más habrán de conjugarse con las del cuerpo de ella. Ojalá este recorrido no sea en vano, dices en voz baja, y lo repites en voz media, en voz lateral, en voz trasera. Lo repites para convencerte: sólo el que se pierde sabe bien dónde está lo que no busca: el capelo del alma, la funda del espíritu, los guantes de tus manos metafísicas. A cada paso, a cada brazada, ¿sientes cómo la materia pierde consistencia? No eres tú el que asegura que no eres tú. Hay un sol muerto en el fondo del espejo de tu baño, hay un escorpión bajo tu lengua. Quieres correr pero tu cuerpo es una península: la geografía te impide huir. Sumerges un brazo en el agua y miles de criaturas sucumben. Qué pericia para las catástrofes; con qué impunidad te apropias de la culpa. Avejentado renuncias a tu posición y transmigras a otras formas de esclerosis, a otras maneras de fenecer. Eres. ¿Qué eres ahora, sino el hemisferio anónimo, una interposición de sombras, la mitad de una pareja de amantes? Entiéndelo: nunca más su talento para calibrar la armonía; para siempre la falta de prodigios luminosos bajo tus párpados tocados por su mano. Silencio y mirra. Protégete de ti, que vienes detrás, bufando muy fuerte, rozándote los tendones, con unas ansias de aniquilarte. Cada noche la encrucijada y la revuelta interior. Pero si debieras ya saber… Debieras considerar los puntos muertos, las líneas enfermas, los círculos implorantes. Más sabe el mono del organillero por insensato que por ser pariente del hombre: cuando la desventura se anuncia, es mejor poner las venas al aire y la pólvora a caldear. Otro toqueteo a la oquedad contigua: te declaras incompetente para seguir extrañándola. Prefieres a las torres inclinadas y sus rectas paradojas pasionales. Pero este es el catecismo que mereces escuchar en tu desmedrado templo de abandono. Que el Diablo se apiade de ti porque las lagartijas aplastadas en la acera no lo harán. Simulacros, fintas a destiempo. Un poco de prisa al caminar y la sangre verde brota como de un surtidor: el infausto privilegio de tu descuido. Un pase, una chicuelina: conoces las cinco formas de torear, mas la bestia sigue ahí. Qué festín para el desconcierto. Abominas de los laberintos. ¿Por qué a ti? ¿Quién rubrica las injusticias? Resignación, resignación. Agradece el afecto de tu calefactor, aprecia la callada compañía de tus muebles; responde al saludo preciso del metrónomo. No te exaltes, no. Se acerca otra cortina de clavos: verdaderas limaduras del sufrimiento. Heredaste las portentosas llagas del dios equivocado. Anda, ponte de rodillas, sucumbe de una vez, arrástrate con la gelatinosa impudicia de lo invertebrado. Las catacumbas, las catacumbas. Esta vez tu alquimia de manual no servirá para transmutar tanta porquería. Ninguno de tus libros de medicina logrará curar un ápice de tu cuerpo. Nadie te salvará del cruel quirófano donde opera la realidad: triste circo de los sentidos, mixtura mentirosa. Ya mil brazos se desploman sobre la deserción y multiplican minuciosamente la imagen del vacío: retahíla de apéndices enraizados en el centro de tu angustia. Arde entero en tu aprensivo ritmo estéril. Tan sólo eres un demiurgo de la ortografía, un mediocre proveedor de injurias. ¿Puedes oírte a ti mismo gritando? La garganta no te alcanza para despellejar a tanto tímpano expectante en este congreso de sordos. Malgastas tu esperado turno. Para siempre las fibras atrofiadas. Ya la gente se retira, ya las butacas se levantan y caminan. Y tú vas detrás de todos ellos suplicando: que otra vez su cuerpo brote bajo tu brazo, que otra vez ella anide en tus manos. Ensayas. Ensayas la ortopedia de tus pensamientos. Cómo cuesta trabajo poner en pie unas cuantas ideas: míralas, tan torpes, titubeantes: la rehabilitación de la conciencia. Se acabó. De nuevo eres tú: quisieras despertar una mañana y no reconocerte. Pero hoy tampoco has tenido esa fortuna. La luz troquela el piso cuando corres las cortinas. Te reintegras a la existencia diurna y vistes su uniforme: la podredumbre de vivir. Las imágenes nocturnas resbalan como lluvia en el parabrisas. Te tallas los ojos para contabilizar tu patrimonio: una cama vacía y muchos días por llenar.
De Capicúa 101, ganador del Premio Nacional Juan José Arreola
