Pedro Serrano

®Jorge Aulicino

Montreal, 1957

Despistado, siempre tranquilo, atento, con una voz que transita lenta, sonora, como pesando cada frase, su mundo es la palabra, la poesía, un poeta viajero, un artesano minucioso, preocupado por la poesía, maestro, editor, traductor y promotor.

Muestra de obra


Paisaje

En la torcida rama mueve el viento sus antiguos fervores.

En ella fija las líneas de su paso,

veletas de incidente regocijo del aire.

Desde el paisaje abierto en la ventana,

ceñido a la ventana,

rompe su línea el monte entre las hojas

y las ramas se hunden en el gris de la tarde.

En el humo apagado que anochece

siguen su movimiento.

Late suave su vida

recogiéndose

en la quietud del valle que las pierde.

Dibujo de las cosas

Las cuatro. Alguien pasa corriendo por la calle.

La música y la soledad de esta tarde

que empieza a oscurecer.

La ventana.

Un árbol ya sin hojas en que inicia el invierno.

La calma y las chimeneas en la casa de enfrente.

El cielo, pesadamente gris, abandonando el día.

El cigarro que consume la música y la tarde y el poema.

Una manzana en el frutero.

La dama de Shalott en la pared.

Unos helechos secos de los fríos de Gales. Una muñeca.

El secreto y perdurable estar de las cosas,

en su reposo,

en su lento ir aconteciendo cada día,

en la mirada que ponen en mí,

en el callado poema que depositan.

Minerales

Para Antonio Calvo Roy y Enrique Camarasa

Todo esto son imágenes,

viva carne de vida que recorro,

calles, cafés, conversaciones, voces.

Siempre verter el alma,

convertir este río en un aroma,

olerlo y recordarlo.

En los íntimos datos las vistillas,

el Rey Rodrigo y el café comercial,

el oscuro coñac que son los sueños,

un gato de otra noche,

las primeras palabras y la larga derrota,

las secretas tristezas compartidas

En el dudoso azar de las relaciones,

en ese continuo y vano recorrer de diálogos y vistas,

a veces una calle o un largo parque

o la tímida y vaga complicidad

o el largo compartir del mineral de tardes y de días

o la sólida voz que es ya una imagen o una palabra

o la soledad conocida y parcelaria, paralela,

forman los ecos, suaves, desprotegidos.

La desterrada

Se borra, se escribe.

Las olas vuelan en su tachadura.

Dicen y niegan el alma y el ansia y el agua.

Son el espacio del miedo, el caracol del eco sordo,

el ruido amortiguado de los acantilados y del mar infinito,

una parálisis y un sueño circular y perfecto,

un grito que congela una pared azul,

rompen, rompen, rompen.

Las palabras repiten incansables su movimiento, sus pulsaciones.

Letras como mosquitos, manchas, tinta.

En medio toda la historia que no se vive, que no se

cuenta. Revolcadero.

¿Y la sal?, ¿y los bancos de guano?, ¿y los susurros?

El mar repite imperturbable su rumor submarino.

¿Cómo mover las manos?

¿Cómo empezar a balbucear?

Entre dos cartas pasa la realidad.

Un puente son dos cartas como un aliento.

Una prisión este entumecimiento.

Ese rumor inalcanzable, el mundo,

este residuo.

El adolorido

Llega el dolor y es una carga inmensa.

El peso de una arena acumulada

y estéril. La desafortunada

e inútil argamasa de la ofensa.

El círculo vicioso en que la intensa

labor de tanto sueño es anegada

por una carga aceda y asolada.

El agobio del agua que se adensa.

Vivo el dolor y lo que vive muere

entre los vicios suaves que me acerco

y en la torpeza absurda que me hiere.

Ante la falta de color, el terco

infundio de una suerte que no alcanzo

o el remedo de amor al que me lanzo.

Puerto

La ciudad sabe a mar,

da campanazos de salitre,

mece los brazos largos de sus sauces,

lame los ateridos huesos de sus plátanos,

se escapa en una enmarañada deserción.

Mueve los pies frenética en el cielo,

baila en el viento y en el agua,

y zapatea sus choclos con la lluvia, tap, tap.

Corre desesperada de callejón en callejón,

huye como si fuera la misma niebla,

y se va a pique con todo su ruidero.

Y más abajo el alma humana, su humareda, su chimenea,

su montón de infiernillos y discordias,

sus mil pasos prendidos a cada día.

Un inmenso mar de luciérnagas,

el puerto,

sus hombres y mujeres.

Una mujer

Que te alces brutal y redonda,

que resuenen las nueces.

Que levantes la lengua y que hables,

recuperes tu voz y tus manos.

Que recibas el sol en los pechos,

se muestren, se ufanen.

Que desde las puntas de los pezones se planten tus pies.

Que tu boca se abra y reviente.

Que en el mar de tus ojos se rompan la piedra

y el aire,

la luz tenue y la espuma furiosa,

el vendaval y el agua.

Que tu sexo se moje en tu cuerpo, que su musgo se hinche.

Y que digas en toda tu talla aquí estoy

Rosario

En la humedad de mi lengua la espiral de la serpiente.

En la frontalidad del cuerpo una espiga y el agua.

En la esperanza de los ojos la irisación del mundo.

En la minuciosa consternación de mis piernas la delicadeza de

[una uña.

En el ano el baño zodiacal.

En los pies las toxinas y el dolor del águila.

En codos y rodillas cuatro agujas al viento.

En las manos un cáliz perecedero.

En la espalda la enredadera y la raíz.

En la cabeza una pesada lama.

En el sexo la densa multitud, la espesa sed, la palabra.

En cada uno de los nombres aquí encontrados

una simiente de luz y una pesadilla de dispersión.

En mí mismo una ola que revienta.

El año que llega

Como una plancha de plata bulle el día,

un pescado en la sartén del amanecer

crepitando entre frío y calor

en la marea naranja que lo baña,

inundando mástiles y truenos,

blanqueando el horno del paisaje.

Un aceite de niebla lame las varas del romero,

los aros de cebolla chisporroteando,

la hojarasquería que ruge.

No es hambre lo que bulle en las tripas

en esta olla de invierno,

sino la proyección de caldos continuos,

la carne blanca y las espinas y huesos,

en el halo plateado de las hojas,

en el aura que nos desvanece.

No es hambre lo que nos trae aquí

sino el vaho común que se concentra,

la cocina crujiente en su consumación,

su producción en todo.