Patricia Gutiérrez

Ciudad de México, 1981

Ella dice que uno elige el tamaño del contenedor donde deposita sus recuerdos y debe ser verdad. Vive en Acapulco hace cinco años y es, además de escritora, promotora cultural. Escribe sobre la playa, sobre su infancia, sobre los vendedores ambulantes, sobre los contrastes en un lugar tan bipolar: soleado/feliz/violento/pobre. 


Muestra de obra


Instantáneas

Lo que es casi seguro es que los recuerdos de la playa también son distintos para cada uno. Tienen distintos colores e importancia para cada quien. Uno elige el tamaño del contenedor en que deposita sus recuerdos.

Si los observara como álbumes, tendría uno de 300 fotografías de Playa Majahua. En una de 11×17 pondría la última vez que fuimos, antes de que mi abuelo enfermara. Él con la piel roja destellante; mi abuela con el sombrero levantando el vuelo cual papalote; mis primos pequeños y yo espolvoreados de arena; mi hermana escondida detrás de un libro; y mi madre y mi tía con sonrisa de conejo hervido y los brazos entrelazados.

En una 8×10, el día que nos subimos a una tabla, en la que, al pasar la ola, perdimos el equilibrio y terminamos en el agua mi tío Pepe, mi madre, mi padre, mis hermanos y yo. Las gafas nuevas de mi papá, fotogrey, les hicieron compañía a las malaguas, que al fin, coloreaban su trasparencia con los cristales entintados.

Cuando aprendieron a nadar mis primos; cuando la más pequeña se nos cayó en un hoyo en la arena; y cuando conocí los peces globos, los he depositado en unas 4×6.

La más pequeña, la tipo cartera que traigo siempre en la portada de la memoria, es una con mi abuelo. Está vestido con su traje rojo y pecas en el pecho, conmigo sentada en sus piernas mientras acaricio su barba blanca de Santa. Lo llamo «mi leíto», por ser ambos de ese signo zodiacal, y haber nacido el mismo día con sesenta años de diferencia.

Él, mi cómplice. Mi gemelo.

Zapatos trajinera

No recuerdo el día en que nos mudamos del D.F. a Acapulco. Me gustaría escribir que el sol nos dio una pomposa bienvenida, y se instaló en las pupilas como quien llega a una nueva casa.

No recuerdo ver las palmeras despelucarse por el soplido salitroso y húmedo proveniente del mar. No recuerdo escuchar los pañuelos blancos que dicen adiós, graznando en el cielo de claro azul, luminoso, libre de esmog.

Quisiera contar que miles de rocas diminutas, de tonos canelas y ambarinos cosquilleaban mis pies al caminar sobre la playa. Pero no recuerdo que eso sucediera. Tampoco recuerdo la ola coqueta mostrarme el encaje de sus enaguas, despedirse con un siseo para volver al océano.

Lo que sí recuerdo es que no fue la gran cosa. No como para haber dejado atrás mi muñeca de tela rosa y vestido de puntos, ni las tardes con los abuelos, mi jardín de tierra negra o las cochinillas que se enroscaban al tocarlas.

Recuerdo el día siguiente. Volver de la escuela al hotel donde vivimos unas semanas. Descender del automóvil y encontrar el estacionamiento anegado por una fuerte tromba. Eso era malo, debía serlo. Siempre me escondieron de la lluvia por mi salud, ésa que se quebraba con un poco de frío. La misma que casi me envió al hospital antes de mudarnos.

Mi madre gritaba que corriera, pero mis zapatos azules de tiras blancas pesaban por el agua en su interior. Cargaban con la rabia de arruinarlos en el primer día, la angustia de mi madre. La tristeza se añadió al peso.

Peregrino

Hace meses que, por más que lo intenta, no vende nada. La gente luce más ocupada en ponerse bronceador, revisar sus celulares o cualquier otra cosa. Ni siquiera lo voltean a ver. Es como si su «un cevichito, güerita, sta bueno y fresco» se diluyera en la brisa y el crujir del mar. No importa que tanto camine, pareciera que nadie lo ve.

Atrás quedaron los días en que no necesitaba anunciarse. Al verlo desfilar con su cubeta, bajo el cielo cálido y siempre azul, los turistas se acercaban a comprar. Ahora, termina tan harto de que lo ignoren que ni siquiera recuerda cuando regresa a casa o llegar al día siguiente.

Está cansado: del ardor calcinante en la piel, de la sal que le cuece los pies; del hambre pegándole el pellejo, de esa sed interminable. Se sienta en el suelo. Mira la espuma de la ola pasar por sus pies intentando consolarlo.

Un niño lo observa con interés, lo saluda. Intenta articular «un ceviche, güerito», pero la sequedad de la boca le sujeta la lengua al paladar. El infante le ofrece la botella de agua que trae en la mano. Él intenta agarrarla. Sus dedos se desgranan en partículas de roca y sal. Un ventarrón le vuela la piel y los huesos, y todo forma un torbellino de polvo dorado. El pequeño, sonriendo, agita la mano y le dice adiós.

Textos incluidos en el libro Caen reminiscencias que huelen a mar,
publicado en el Fondo Editorial de la Secretaría de Cultura de Guerrero del 2015 ,
Colección José Agustín. Editado por Praxis Editorial en 2017.